Diana para los romanos o Artemisa para los griegos, era la hija de Latona y la hermana de Apolo, siendo la reina de la caza. En la antigüedad se le llamaba Selene. Se entregaba a este ejercicio marcial de forma que pronto se volvió insensible a las delicadas inclinaciones que seguían todas las mujeres. Ninguno de los pretendientes que intentaron conseguir su amor pudieron lograrlo, y por eso se le otorgó a Diana el sobrenombre de casta.
Diana en Versalles.
La historia de Endimión no contradice en ningún punto este hecho. Endimión, pastor de Caria, había obtenido de Júpiter el privilegio de no envejecer jamás y conservar hasta el fin de sus días la lozanía y frescura juveniles. Una noche que Diana vio al pastor dormido sobre el monte Latmos a la claridad de la luna, quedó tan prendada de su belleza, que durante un largo rato recreó en él su mirada.
Esto es lo que la fábula cuenta. La verdad es que Endimión, que era un sabio astrónomo de la Caria, pasaba las noches en la cima de las montañas, entregado a la observación y el cálculo de la marcha de los astros. La Luna, o sea, Diana, iluminaba sus prolongadas vigilias durante las cuales, agotado ya por el trabajo, se rendía algunas veces en brazos del sueño.
Por esto se decía que Endimión nunca envejecía jamás, resultando ser verdad en ese dicho que reza que genio y ciencia pueden hacer al hombre inmortal.
Pero esta misma diosa, acostumbrada como estaba a dar caza a los más feroces animales empapando muchas veces la tierra con su sangre, tenía por esta misma razón, un carácter salvaje y se entregaba sin escrúpulo a cualquier acto inhumano, de lo cual es un ejemplo palpable la muerte de Acteón.
“Diana y Endimión”, de Walter Crane (1833).
Acteón, hijo de Aristeo y Autonoe, no tenía otra afición que la caza. Un día, después de haber matado innumerables animales salvajes sobre el monte Citerón y cuando el Sol era más ardiente, reunió a sus compañeros que aun se entregaban con ardor a su diversión favorita:
“Alegraos de vuestra jornada –les dijo– recoged vuestras tiendas y no os fatiguéis ya más”.
“Diana y Endimión”, de Nicolás Poussin (1631).
Todos obedecieron y se entregaron al descanso. Allí cerca se extendía el valle de Gargafia, consagrado a Diana. Era un paraje lleno de encantos, sombreado de pinos y cipreses bajo cuyas ramas corría el agua fresca y límpida entre dos riberas esmalteadas de flores.
Allí Diana, que estaba cansada de sus largas correrías, acababa de llegar con las ninfas que formaban su séquito con el propósito de bañarse. Acteón, que vagaba por el bosque sin rumbo fijo, tuvo la desgracia de penetrar en este vallecito y acercarse al mismo riachuelo.
Las ninfas, al advertir el ruido y viendo que el ramaje se estremecía, lanzaron un grito de espanto. Diana se indignó contra el cazador temerario y recogiendo el agua de la corriente en el hueco de su mano, se la echó en la cara.
En aquel momento, de su cabeza empezaron a aparecer cuernos arborescentes, su cuello se prolongó, sus brazos se convirtieron en piernas largas y delgadas y todo su cuerpo quedó cubierto de pelo jaspeado, quedando convertido en ciervo.
“Diana y Calisto“, de Rubens (1636/38).
Sus perros al descubrirle, le acometieron y él quiso gritarles: “¡Yo soy Acteón, reconoced a vuestro amo Acteón!”, pero su garganta no pudo proferirles ninguna palabra o articular sonido alguno, muriendo destrozado por los mismos perros que había amaestrado y alimentado y que poco antes saltaban de alegría a su alrededor prodigándole las más tiernas pruebas de cariño.
Los habitantes de la Tauridia (llamada actualmente Crimea), que veneraban a Diana como divinidad predilecta, cuidaban de complacerla degollando sobre sus altares a todos los extranjeros que alguna tempestad arrojaba a sus costas.
“Diana”, de François Boucher (1742).
Esta diosa tenía en Ariccia un templo servido por un sacerdote que podía solamente obtener este cargo dando muerte a su predecesor, siendo este templo levantado y consagrado a Diana por Hipólito, hijo de Teseo, después que Esculapio le hizo resucitar y Diana le transportó a Italia. Los lacedemonios le ofrecían todos los años víctimas humanas hasta que vino el sabio Licurgo, quien sustituyó esta horrible costumbre por la flagelación.
En la tierra esta diosa recibía los nombres de Diana o Delia, que significa “nacida en la isla de Dlos”, en el cielo se le daba el nombre de Luna o Febe, y el de Hécate o Proserpina en los infiernos. De aquí que Diana fuese denominada diosa triple, triple Hécate, diosa de tres formas (triforme), nombres que algunas veces hallamos en los poetas. También se le ofrecían sacrificios en las plazas o lugares en que convergían tres caminos.
“Diana” de Jean-Antoine Houdon (1790).
Diana se representa armada de un carcaj y un arco acompañada de una jauría, y también se le atribuyen la lanza y una antorcha; sus piernas y sus pies aparecen desnudos o calzados con sandalias. Es fácil reconocerla por la media luna que ostenta en la frente o por el traje de cazadora. Aventajaba en estatura a todas las ninfas de su corte.
En algunas obras de arte ha sido representada en compañía de una cierva, animal que le está especialmente consagrado, aparte de los perros, el oso y el jabalí. En un principio también se la representaba por medio de un tronco de árbol y luego con una larga estola hasta los pies en las esculturas de Herculano.
“La pose de Diana“, de Jean-Antoine Watteau (1721).
“Diana y Calisto con las ninfas”, de Hans Rottenhammer.
“Diana y sus ninfas sorprendidas por Faunos”, de Rubens (1636/1640).
“Diana y Acteon”, de François Clouet (1566).
http://www.blogodisea.com
0 comentarios:
Publicar un comentario