DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 8

sábado, 11 de abril de 2009

La cuadrilla se fue acercando, con parsimonia y entre bromas, al malacate para descender nuevamente a la mina. Algunos hombres estaban ya situados al fondo de la jaula, conminando a voces a los demás para que se apresurasen, cuando ésta tembló ligeramente y se oyó un estrépito sordo en el fondo del pozo. Todos pudieron percibirlo claramente y enmudecieron; a nadie se le escapaba lo que aquello significaba: un derrumbe. Alguna parte de la galería se había venido abajo, la cuestión era que zona: si era la afectada por el disparo no suponía ningún problema pero si el derrumbe había ocurrido en el trayecto de galería ya entibada, lugar donde debía haberse guarecido Teodomiro, el asunto se ponía feo.

Los hombres comenzaron a discutir sobre lo que correspondía hacer y una ligera polvareda blancuzca con olor a dinamita recién quemada comenzó a manar por la boca del pozo y a extenderse por sus inmediaciones. Cuando la intensidad de esta nube disminuyó dos hombres, que se ofrecieron voluntarios, bajaron en la jaula a inspeccionar que había ocurrido en la contramina. Los demás, silenciosos, deambulaban, arrastrando casi los piés, por las inmediaciones o se inclinaban sobre las barandillas de protección del pozo tratando de oír si los que bajaban decían algo. El cable de acero del que pendía la jaula dejaba oír su siseo mientras se introducía en las entrañas de la tierra; de pronto, se detuvo. La jaula había llegado a su punto de destino. Se oyeron algunas voces ininteligibles en las profundidades de la sima negra. Al momento, en la casa de máquinas se escucharon los toques que ordenaban el ascenso de la jaula hasta la superficie e, inmediatamente, se pusieron en marcha las dos grandes poleas que, situadas en lo más alto del malacate, conducían los engrasados cables de acero que hacían subir a la jaula y descender al contrapeso.

Instantes antes de emerger la jaula, una nueva bocanada de polvo, bombeada por ésta en su ascenso, se esparció por la boca del pozo. Y su seno apareció la silueta esquelética de la jaula. Los hombres se precipitaron a abrir la barandilla, que hacía las funciones de puerta, para preguntar a los dos expedicionarios por lo ocurrido y por Teodomiro. Cubiertos de polvo y con las facciones desencajadas, informaron en breves palabras que la entrada de la galería se había venido abajo y que no se podía saber hasta donde había llegado el derrumbamiento hasta que no se fuese desescombrando. De Teodomiro no habían encontrado rastro y nadie había respondido a sus voces cuando lo llamaron.

El maquinista de la jaula, al oír ésto, se dirigió inmediatamente a sus espitas y comenzó a manipularlas frenéticamente hasta que la sirena comenzó nuevamente a funcionar lanzando pitídos intermitentes en señal de alarma.

Todo el personal disponible acudió a las inmediaciones del pozo y, al poco, se organizó el rescate. El desescombro avanzó lentamente al principio ya que había que hacerlo desde la propia jaula y solamente podían trabajar dos hombres simultáneamente. Las horas iban pasando y no se tenían noticias de Teodomiro; las vagonetas con el escombro iban subiendo en la jaula y eran vaciadas en los alrededores de la misma boca del pozo donde ya se había formado un considerable montón. A cada viaje de la jaula bajaban dos hombres de refresco y un capataz.

Después del mediodía se había avanzado lo suficiente como para que, además de bajar los dos zafreadores y el capataz, bajasen también dos entibadores para ir apuntalando la galería que iba quedando expedíta. Teodomiro seguía sin dar señales de vida y el tiempo corría en su contra si es que aún pervivía. Prácticamente todos los habitantes de Peña de Hierro se habían congregado en la boca del pozo esperando noticias y se avalanzaban ansiosos sobre los hombres, que subían para ser relevados, preguntando por Teodomiro. Cuando éstos, cansados y silenciosos, movían negativamente la cabeza indicando la falta de nuevas, la masa se diseminaba nuevamente formando corrillos en los que se hablaba quedo y con monosílabos. La mujer y los dos hijos de Teodomiro habían sido retenidos a la viva fuerza en el poblado por unos vecinos temerosos de lo peor. Dámaso, el topiquero, trasladó a la boca del pozo todo el materíal sanitario de que disponía, que no era mucho, con la esperanza de que no fuera necesario en absoluto o de que fuese lo más
que se requiriese.

Hacia el anochecer se habían perdido todas las esperanzas de encontrar a Teodomiro con vida. Si no lo hubiese aniquilado directamente el derrumbe, lo habría matado la falta de oxígeno, argumentaban técnicos y expertos. Con traviesas de la vías de las vagonetas se habían encendido algunas hogueras que, despidiendo un espeso humo maloliente debido a la impregnación con creosota, ayudaban a combatir el frío infiltrado en los huesos por el relente de la noche y la tragedia. Gran parte de las mujeres que durante toda la tarde permanecieron junto al pozo retornaron al poblado para atender a sus hijos pequeños y la mujer de Teodomiro, a la caida de la tarde, logró que le permitieran ir al pozo a esperar a su marido.

Alcanzada ya la medianoche sonaron intempestivamente los toques que ordenaban el ascenso a superficie de la jaula. Algo nuevo ocurría, puesto que los que estaban trabajando abajo hacía poco tiempo que habían comenzado. Las cansadas miradas de todos se dirigieron hacia el malacate. Algunos se precipitaron hacia la barandilla mientras que los cables de acero silbaban a escasos centímetros de sus cabezas. La mujer de Teodomiro, agotadas ya las lágrimas, miraba impertérrita hacia la boca del pozo tan negra ahora como la noche que la circundaba.

La jaula se alzó impetuosa en la superficie. Surgió silenciosamente desde dentro de la tierra y se detuvo, oscilando ligeramente, cuando su suelo quedó enrasado con el de la calle. Las luces amarillentas, de los focos de carburo en los cascos de los cuatro mineros porteadores de una camilla, titilaban al compás con el que se mecía la jaula; finalmente quedaron estáticas y se abrió la barrera. Los mineros se pusieron en marcha con la camilla en la que se pudo distinguir el bulto de un cuerpo humano tapado con una manta. Dámaso se abalanzó sobre élla y vió un rostro macilento y amoratado que respiraba con dificultad. Aplicando sobre el rostro de Teodomiro una pequeña mascarilla para suministrar oxígeno, de lo más profundo de su alma brotó una exclamación de ¡ vive ! que restalló en la noche como un relámpago. Ni él mismo supo nunca si gritó para comunicar la noticia a los demás o si fué una orden a Teodomiro.

A partir de ahí, todo el mundo comenzó a hablar al mismo tiempo. Explotaron al unísono todos los sentimientos y miedos fuertemente guardados dentro de cada uno durante las largas horas que había durado el rescate de Teodomiro. Este fue trasladado al hospital de la capital donde le fueron reducidas, lo mejor que se pudo, las numerosas fracturas que tenía en ambas piernas y, a consecuencia de las cuales, quedó obligado a utilizar muletas para, con muchas dificultades, poder desplazarse de un sitio a otro.

Cuando Teodomiro fué interrogado sobre lo que había pasado en la Santa María explicó que un presentimiento le había obligado a echar a toda la cuadrilla y a protegerse construyendo, con los palos de entibar, una especie de jaula contra la pared de la galería desde donde había prendido la mecha; el disparo salió sin novedad y según lo previsto y, al rato, cuando ya creía que había sido una falsa corazonada e iba a salir de su improvisado refugio, un crujido ronco de la roca le anunció lo que iba a suceder con inminencia. Se acurrucó contra la pared, bajo los palos, y toda la galería se convirtió en un infierno de enormes masas de rocas que se derrumbaban levantando una intensa polvareda. Algunos de los palos que protegían a Teodomiro no pudieron soportar la avalancha, partiéndose como si fueran mondadientes, y gruesas piedras cayeron sobre las piernas del minero. De cualquier forma, quedó un hueco que preservaba el cuerpo de Teodomiro quién, con grandes dolores, pudo percatarse de lo precario de su situación; estaba seguro de que toda la galería se había venido abajo y él estaba situado casi en el fondo de la misma.

1 comentarios:

Anónimo dijo...

Antes que nada mi más sincera enhorabuena por tener una revista propia, de su tierra y por poderla digitalizar y llevarla al resto del mundo.

He descubierto esta revista por mediación de un amigo mío de Río Tinto, el autor de Don Zacarías, Dn Miguel López Delgado.
Yo tuve el privilegio de tener la historia de Don Zacarías en mis manos hace algunos años ya.
Me ha sorprendido gratamente ver que la están publicando por que una historia así debe de llegar a la mayor gente posible.
También tengo la suerte de haber estado en su tierra y pasearme por los lugares que narran en su novela otro autor de Río Tinto, Juan Cobos Wilkins en su obra " El corazón de la tierra"

Espero visitar ese lugar de nuevo próximamente y ver su río tinto y su tierra roja.
Enhorabuena a los "culpables" de la revista y mi más gran felicitación a mi gran Amigo Miguel.

Carmen Pérez Rocher