LA TRAGEDIA NOVELADA ( IV )

jueves, 1 de mayo de 2008


Alfredo Moreno Bolaños para El Minero Digital.
Aquel capataz de la calcinación al aire libre, Aniceto “el Mico”, gozaba fama de hombre osado y vicioso. Toda zagala que valiera la pena de ser admirada por su belleza, era sin duda motivo de sus inmorales insinuaciones. Cierto que había logrado algunos éxitos y esto era bien sabido de todos, o al menos de muchos. Animado por ello y deslumbrado ahora por la divinamente dibujada figura de Rosarito y hasta embobado a veces ante la cara, no guapa como su madre, sino bonita como ella sola, emprendió un asedio basto, burdo, propio de tal tipo, que si ella no captó de momento –tal era su candidez-, no se le fue por alto, en cambio, a la astuta y experimentada Rosa “la Chata”, compañera de vagón muchas veces y amiga cariñosa como ninguna.

Alistada Rosarito por su compañera, hubo de observar muy pronto la ladina, la burda labor de atracción del capataz, recomendándola al buen trabajo del llenador y otras atenciones y burdas finezas que a muchas no se les iba por alto.

Su amiga Rosa, la de más feo rostro, pero de más bello corazón, cierto día, dado ya de manos y camino del cuarto de herramientas, le pintó de modo claro y elocuente lo peligroso que sería que esto llegase a oídos de su novio: de aquel Roque “el choqueto”, capaz de hacer cachos al tal “Mico”. “Y figúrate tu padre…¡Jesús, Jesús!: mejor no pensarlo”.

- No, Rosa: no hables con nadie ni palabra de esto. Tu verás que pronto lo resuelvo yo; pero yo solita ¿sabes?...

Todos los domingos, a eso de las ocho de la mañana, ya estaba Rosarito en casa de Don Samuel. No lo podía remediar: le tiraban mucho los niños; en su pecho de mujercita alentaba un corazón de madre. Ya la niña tenía seis años y el niño ocho. De padres católicos, ella llevaba los chicos a misa de diez. Ellos hablaban el español minero de la chacha Ito, pues los padres solo les hablaban en inglés.

Los niños querían tan de veras a la muchacha, que aquel 1º de octubre en que hubo de partir la señora a Inglaterra llevando a Willy para dejarle interno en un colegio de Londres, fue un verdadero duelo allá dentro, en la cocina, a donde se refugió la chacha Ito para llorar la separación de “su niño”.

El pobre chico también pasó un mal rato de llanto, pese a las severas y aparentemente frías reconvenciones de los padres, que volvían la cara emocionados también…

Cierto domingo, ya de regreso de Londres la señora, después del almuerzo y mientras don Samuel se deleitaba sacando humo a su voluminosa pipa, Rosarito se atrevió a hablar al señor, con difíciles rodeos impregnados de rubor, sobre sus temores ante la actitud, que no acertaba a calificar, del capataz de la Clasificación, pero que don Samuel supo interpretar rápidamente porque…tenía noticias…

Llegada en este momento la señora e informada en inglés por el esposo, abogó con todo entusiasmo en pro de la demanda de la muchacha y aquel caballero, todo comprensión, prometió a Rosarito resolverle su problema de la forma más satisfactoria.

Cuatro días después de este diálogo entre los señores y la ex-sirviente, comenzó esta a prestar servicio en la Corta como guardesa de una tina de agua potable en el primer banco de mineral, para evitar los estropicios que causaban los endiablados pinches con sus juegos brutales, que terminaban siempre en el derrame casi total del preciado líquido, ya que solo existía, como surtidor, el dique de Campofrío. En este nuevo, descansado destino, el jornal de Rosarito era ya de 8 reales.

Rápidamente cundió por la Corta, la fama de bonita de la nueva guardesa, y jamás como entonces sintieran tanta sed capataces, encargados y muchos obreros que, en vez de escalar la rambla que pronto los ponía en la calle, se pasaban por la tina a beber un buchito de agua y, de paso, admirar a Rosarito, que no levantaba sus enormes ojos de su labor de punto. “Porque…valía la pena. ¡Vaya si valía la pena!...

Mientras, nuestro joven minero, nuestro amigo Roque, allá seguía en la contramina, relevo a relevo, perdido en el negror siniestro de los tacos traicioneros preñados de mineral poderoso en cobre, indiferente él a cuanto no fuese su amor por la muchacha, y a cuyo incentivo, debía, sin duda, el contratista un apreciable incremento de la producción. El éxito de muchas empresas lo debe el hombre al ardor de esa pasión, capaz de mover los mundos…

Aún no había cumplido el mes y medio de trabajo en la mina, cuando “el Choqueto” cató en su paladar en su paladar anímico el agrio sabor del roce con la muerte. Fue un verdadero milagro. Del cielo de la caña que había sido, al parecer, bien saneado, descolgose un liso de regular tamaño, que vino a estrellarse a los mismos pies de Roque, quien desapareció de la vista de los compañeros envuelto en un sudario de polvo.

Lanzáronse todos al lugar del accidente, cegados y casi a tientas, llamándole a gritos:

- ¡Choqueto, Choqueto! – con tono cortado, ronco, anheloso y, a poco una voz fría, serena, lenta, preguntaba:

- ¿Qué pasa?

- ¡Choqueto, Choqueto!

- ¡Aquí estoy!

Y allí estaba, pero con la pierna izquierda presa bajo un pesado trozo del liso desprendido. El saneo se había realizado como siempre, con todo cuidado pero… también como siempre, a prisa, norma exigida en aquellos tiempos de contratistas…

Los golpes secos, recios, de las mazas contra las cabezas agreñadas de las barrenas en la apertura de tres barrenos de levante y dos chulanas, habían hecho estremecer, vibrar la masa de mineral y de allí, de donde menos sospechaban, se había desprendido rápido, brutal, sin el precursor “chineo” que tantos accidentes prevenía, aquel liso que no arrebató la vida de Roque, porque tal vez aquella no sería su hora de Dios…

Liberada su pierna izquierda de la zafra que la apresaba, le ayudaron a ponerse de pie; pero sin duda la lesión era de más importancia que lo que él aparentaba en su pálida sonrisa, y hubieron de sentarlo sobre el montón de zafra hasta la llegada de la camilla, en busca de la cual ya se habían desplazado dos compañeros.

A Roque le fue colocado en la pierna el obligado torniquete para contener la hemorragia y a seguida fue encajado en la estricta camilla, elevada por el ascensor hasta el 11º piso, donde a poco pudo ser colocada sobre un vagón vacío, tomado rápidamente por la locomotora de servicio al exterior. Sentados en los bordes del vagón acompañaban al herido los portadores de la camilla.

La locomotora, frente al vacíe de El Diablo en la estación llamada de En Medio, a silbato abierto, demandaba vía libre, y así también todo el trayecto desde Huerta Romana hasta la choza de tío Pelícano, a carrera desenfrenada, aquella locomotora provocaba con su sostenido pitar la dramática alarma de mujeres y chiquillos de las barriadas, y que corrían anhelosos de conocer el nombre del herido, o del muerto, que ya en el cuarto mortuorio del hospital, vulgarmente llamado “cuarto de las papas”, se personaría el Sr. Juez “a levantar el cadáver”…

El accidente sufrido por Roque produjo tal impresión en Rosarito, que hubo de guardar cama dos días para conseguir amansar el enorme disparo de nervios que sufriera al darle la noticia una vecina, así, a boca de jarro, corregida y aumentada, clara está, como es norma en esas comadres que se bañan en gozo mal disimulado al dar noticias dolorosas, cuanto más dolorosas mejor.


La empresa minera tenía instalado su hospital en un magnífico edificio, pulcro, severo y atendido por suficientes enfermeros y un cuadro médico de laudable valor. Tres días después del ingreso de Roque en el hospital (Domingo y, por tanto, día de visitas) a la hora señalada para estas visitas a los accidentados, llegó Rosarito, en la compañía de sus padres a la puerta del salón en el que medio centenar de obreros, en trance de curación, reposaban en sus camas alineadas como en formación militar: echados de espaldas o incorporados, según la gravedad o levedad de la lesión, pero todos con los ojos fijos en la puerta de la sala, en espera de la ansiada visita de padres, esposas, novias o compañeros de trabajo.

El 33 era el número de la cama de Roque, y allá enderezaron su andar por el centro del salón, gratamente caldeado por cuatro chimeneas de campana, a base de tueros de encina y carbón de piedra. Pronto hubieron de estrechar la mano del herido que, algo incorporado sobre el lado derecho, ya los esperaba aprisionando en sus labios un humeante cigarrillo “de 40”, del paquete que un ratito antes le dejara su madre en su limitada visita de los 15 minutos, y que de modo tan rígido se hacía observar por los empleados del establecimiento.

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