LA TRAGEDIA NOVELADA ( VIII )

lunes, 12 de mayo de 2008

Alfredo Moreno Bolaños para El Minero Digital

- Como un pajarito, muchacho; ¡como un pajarito!

- No es capaz de otra manera rumió Roque.

- ¡Jesús, Jesús! Se persignaron las chicas con horror, como en una total condenación de aquel acto bestial, desahogo sin duda de la rabia que no se atrevió a volcar ante aquella actitud seria, dura, entera del “Choqueto”, cuando intentara requebrar a su novia.

Y el inocente portuguesiño, el tan alegre, tan gracioso y servicial Núñez, había rendido su vida ante el repulsivo altar de la cobardía…

LA PURA Y LIMPIA Y LA NOCHE DE LOS TIZNONES

La novena en honor de la Purísima, que se celebrada en la parroquia de Santa Bárbara, patrona de los mineros, comenzaban el 29 de Noviembre para terminar el 7 de Diciembre, en cuyas noches se desarrollaban aquellas luchas tan típicas como feroces, tan rudas como tradicionales, que comenzaban al oscurecer y duraban un par de horas, a lo sumo.

En este anochecer ellos y ellas libraban incruentas batallas sin otro arma que un corcho tostado a la llama y untado de aceite, ni más escudo o rodela que los brazos esforzados de los combatientes, llegando al final totalmente desconocidos a fuer de tiznados y rendidos a fuer de luchar “a brazo partido”. Costumbre de vieja solera que, por su contenido brutal y a veces de cobarde atropello, era rechazada por muchos, a quienes no les faltara suficiente razón.

La mamá de Rosarito, Concha “la guapa”, había nacido en el rincón de la Pura y Limpia y allí echó, aquel cuerpo que Dios le regaló para admiración de todos y disimulada envidia de muchas…

La calle de Sevilla distendía su prolongado trazo, alegre y soleado, desde la esquina de la calle San Roque hasta el rincón de los “tiznones”, en cuyo elevado lienzo de pared solo existía un cuadro de cerámica con la imagen de la Purísima, ante cuyo cuadro colgaba de fino pescante un farolillo de afiligrana labor, siempre cuidado por aquellas vecinas y un por otras del resto del pueblo. Este era el final cerrado de la calle Sevilla, llamada por unos “calle sin salida” y otros “calle de los tiznones”. En una de las casas de este rincón había venido al mundo Juan Domínguez y allí mismo, ya un mocito, se atrevió por primera vez a trazar, con su bien quemado corcho, un bárbaro tiznón en el guapísimo rostro de su vecina Concha, quien en protesta airada aplicó un estallante bofetón en la riente cara de Juan. Se persiguieron veloces entre la algarabía chillona de los que llenaban el escueto rincón, todos armados de turrados corchos tocados de aceite, con lo que hacían más indeleble la negruzca marca de aquellos incruentos, duros ataques, arrebujados en gritos de falsa indignación de ellas y de gozosos y triunfales forcejeos de ellos. De estas casi bestiales luchas salían, a veces, señales de daño en los rostros, pero también quedaban huellas potenciales de amor en algunos corazones, como en el de Concha “la Guapa” y en el de Juan Domínguez: aquel que años después habría de ser el maestro Juan “Bigote”.

Ya se habían deshojado unos veinticinco tacos de almanaque –como a veces contaba los años el maestro Juan-, cuando al igual que la señá Concha, su madre, y en tal noche como aquella, Rosarito sintió cruzada su mejilla derecha por un corcho basto, rasposo, que le ocasionó desagradable escozor. Pasó rápida su mano por la cara y sus dedos, impregnados de tizne, fueron recios al rostro divertido de aquel bruto, que cesó en sus carcajadas para quedarse mirando, tenso, fijo, a la indignada muchacha.

- Aquí se viene a esto, guapa –lanzó valiente contra la hosca mirada de su víctima.

- ¡Sí; pero los bestias, no! –le gritó airada.

Unos segundos de miradas sostenidas, agresivas y… otro rápido restregón de tizne a la misma mejilla y con la misma mano: la zurda. Pero esta vez no pudo repetirse la bofetada de la mocita, porque ¡el muy bárbaro! Le había asido la mano agresora y… la había besado, justamente en la mejilla tiznada. “Y se había marchado corriendo el muy cobardón”… -protestaba rabiosa.

Ella le había arrojado el corcho, rabiosa en su impotencia y se consolaba restregándose el pañolito de seda verde contra el lugar del impacto, sin lograr limpiarse de otra cosa que del negror aceitoso del tiznón, pero del beso… ¡nada!.

Aquel beso había calado, sin ella sospecharlo siquiera, a la más ignota hondura de su destino de su vida…
EL EXODO

Corría un airecillo sudeste, suave pero fresco. La masa de humo rastrero, pesado y pastoso de los boliches de la Calcinación, avanzaba sinuosa, lenta; con perezosa lentitud de sierpe traicionera iba saturando bajos y cañadas hasta conseguir el reboso del hoyo de la Corta y sepultar al pueblo entero, teniendo en indolencia sobre la imprecisa vaguada del Salomón.

Los paleros de la limpia y los del colorado ya habían huido al Alto de la Mesa y a la cimbre del citado monte. Se elevaban sobre aquella “manta” como vulgarmente se le llamaba, por una exigencia vital, totalmente ignorado por aquellos trabajadores, que se debatían en un ansia instintiva de oxigeno, y con ellos el resto del vecindario. Pero antes de acometer la gran escalada a la alzada cumbre, el ahogo exigía un momentáneo respiro en la allanada de la Mesa de los Pinos, donde las erupciones volcánicas, durante miladas de siglos, habían depositado abundantes capas de rocas ferruginosas que, al desintegrase, formaron la gigantesca, la increíble herrumbre que el sol nos regala en colores, desde el triste rojo ladrillo hasta el escarlata de sangre fresca......

Era aquel un éxodo bíblico: un trepar heroico de adultos, de viejos y de niños, y a donde poco a poco iban también llegando los obreros de la Estación de En medio, de la Trituradora, de la Cochera Reverbero, del Laboratorio y aun de los Talleres… Ganar alturas, elevarse sobre el nivel de muerte de la “manta”, era todo el ansia de aquellas gentes.

Los últimos en subir la rambla fueron Rosarito y el respetable encargado del segundo tajo de mineral, que nunca usó vara para ser más autoridad allí, en la Corta, que los más “bragaos” capataces de vara alta.

Rosarito recogió en su casa a sus padres que ya la aguardaban ansiosos y, por Puerto Rubio, lindando las paredes del cementerio, se dirigieron a la Gangosa, a donde rara vez lograra llegar la “manta”.

Eran las 7,30 de la mañana y solo quedaban ya en el pueblo los incapacitados físicamente por enfermedad u otras causas, y que se hacía prácticamente imposibles rescatar al efecto mortífero del humo: otro aspecto heroico de este drama minero…

La visión desde aquellas alturas era alucinantes para los sencillos obreros y sus familiares: Un inmenso lago de antojadas aguas quietas, de color plomizo con dejos amarillosos, sucios, y casi en el centro mismo, el ensoberbecido erguimiento de la cúpula de la torre parroquial, cual airosa perilla de palo mayor de un buque naufragado en un mar de avaricias y de usuras…

Explosiones de ayes y lágrimas; mujeres estrujando contra el pecho pequeñines rebujos de carnecita alumbrada días antes, tal vez horas antes, y hombres recios, dueños de un poderío muscular, que apretujaban, bestiales los dedos en los puños y hacían rechinar el estregón de los dientes contra nada, contra nadie…

Y así hasta las 10 de la mañana en que se iban despojando de aquel humazo, lentamente, el pueblo y los lugares de trabajo, dejándose oír entonces las intermitentes “pitadas” de la sirena a vapor instalada en los Talleres, como imperiosa voz de mando que ordenasen la vuelta al trabajo. Todo el personal de la empresa, jefes, empleados y obreros, como un solo hombre, regresaban a sus quehaceres; pero aquellas dos o tres horas de “manta” no les eran abonadas en el devengo.

- ¿y qué culpa tenían ellos –decían algunos- de que un procedimiento químico de la misma empresa les impidiera trabajar la jornada completa?.

El pueblo

El encalado de fachada de las casas humildes, como el de los edificios altaneros, no lograba ser blanco: era pálido, macilento, cetrino, sucio.

Los tejados, que en sus años mozos gritaran la vanidad de su rojez, se encorvaban ahora avergonzados bajo la roña negruzca que los iba enlutando.

Los balcones y ventanas, casi siempre cerrados, ni siquiera uno, por excepción, ostentaban la alegría de un tiesto de maceta de geranios, de claveles o enredaderas; ni la valiente albahaca resistía el hálito mortífero del humo denso, portador del tóxico sulfuro en la maraña de sus guedejas; ni anidaban los astutos gorriones, tan pueblerinos como desconfiados; ni las golondrinas temporeras asaetaban las silentes calles…

De entre todos los seres vivientes, solo el hombre, disfrazado de mentirosa heroicidad, careta de una humilde claudicación, soportaba en sus pulmones la carencia angustiosa de un mísero vahído de oxigeno…

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