Dolores cogió a María por un brazo y, con un tirón brusco como última reminiscencia de las ganas de propinarle un sopapo, se encaminó hacia el patio donde pensaba darle un buen repaso con la ayuda de un balde de agua caliente y estropajo. Don Zacarías, una vez fuera de la casa, se dirigió calle arriba y, cuando hubo llegado al final de la misma, llamó enérgicamente con los nudillos en la puerta de la última casa. Casi inmediatamente se abrió el postigo y asomó la cabeza de un hombre que, al reconocer al cura, destrabó la tranca y le hizo pasar al interior. En pocas palabras Don Zacarías puso a Dámaso al corriente de la situación. Este, cuyo trabajo era el de topiquero que prestaba los primeros auxilios en los frecuentes accidentes que se producían en la mina, asintió con la cabeza y al momento se puso a rebuscar en un modesto aparador. Del mismo sacó un pequeño frasco que dió al cura al tiempo que se ofrecía para asistir a la niña, Don Zacarías rechazó el ofrecimiento quitándole importancia a la herida y, dando las gracias, salió disparado hacia la casa de Dolores.
De retorno en la casa, Don Zacarías se encontró con una María lavada como una patena y que, vestida con ropa limpia y cepillado el cabello, esperaba acontecimientos sentada en una silla. En el patio se escuchaba a Dolores formando una bronca descomunal a dos de sus otros hijos que, dada la hora, habían llegado como ciclones desde la calle buscando ya el almuerzo. Dolores, aprovechando el trajín con María, había dado también un repaso con el jabón a los dos chavales que entraron a trompicones en la cocina mientras la madre los seguía despotricando.
- ¿Ya de vuelta Don Zacarías ? - preguntó Dolores.
- Sí y aquí está el alcohol - respondió el cura.
- ¡ Pués manos a la obra ! - contestó Dolores al tiempo que con gran rapidez de reflejos, fruto de una amplia experiencia en el trato con sus hijos, echaba mano a María agarrándola por el cogote ya que la niña, ante la mención del alcohol, había comenzado una discreta huida hacia la calle.
Con algunas dificultades, derivadas de los movimientos de la niña, se llevó a cabo la desinfección de la herida y, tanto la madre como el cura, dieron por finalizada la faena acomodándose en sendas sillas alrededor de la mesa. A la espalda de Don Zacarías se encontraba el poyo de ladrillos rojos en cuyo frente se abrían los huecos de entrada de dos anáfes. Junto a uno de estos huecos pendía, colgado de una alcayata, un abanador de esparto y, sobre el anáfe de la derecha, una olla despedía un aroma a cocido que se mezclaba con el olor de las ardientes brasas de carbón que se quemaban bajo élla. El olor del cocido, combinado con los sones producidos por el chisporroteo del carbón, y el barboteo de la olla hirviendo hicieron ver a Don Zacarías que era ya hora de almorzar y recordó las patatas que le esperaban en casa. Se puso en pié y comenzó a despedirse pero Dolores lo atajó en seco.
- ¡ Quiá ! Usted no se marcha ahora Don Zacarías - dijo Dolores - Usted se queda a almorzar con nosotros. Siéntese que ahora mismo le aparto un plato de garbanzos y una pringá que se ve a chupar los dedos.-
Don Zacarías no se hizo de rogar y volvió a aposentarse en la mesa a la que ya se encontraban sentados María y los otros dos hijos de Dolores. Los ojos de todos revoloteban ansiosos desde los platos, que Dolores había colocado ante cada uno, a la humeante olla de la que, ubicada en el centro de la mesa, iba sacando con mano experta un grueso trozo de tocino, otro de carne magra y una morcilla que constituirían los elementos de la prometida pringá. A continuación, y armada de un gran cucharón, sirvió en cada plato una generosa ración de garbanzos regada con un abundante y espeso caldo; el mayor de los hijos de Dolores soplaba impaciente sobre el plato y se disponía ya a meter la cuchara cuando un repentino pescozón de Dolores lo frenó en seco.
- ¡ Espera, mastuerzo ! - dijo la matrona - ¿No ves que Don Zacarías ha de bendecir aún la mesa? -
El cura, sintiendo como se ruborizaba pués realmente no se le había ocurrido que tuviera que realizar este prolegómeno dado la cultura rasa de sus feligreses, se levantó inmediatamente y, quitándose la boina del occipucio, procedió balbuceante a la bendición solicitada. Finalizado el protocolo todos, sin excepción, se dedicaron con fruición a atacar el cocido que metía calorías en sus estómagos por lo general más bien gélidos. El silencio que reinaba en la cocina solo se veía interrumpido por el repiqueteo de las cucharas, golpeando sobre los desportillados platos de zinc esmaltados en blanco, en busca y captura de los últimos garbanzos que eran irremisiblemente perseguidos con tenaz ahinco.
Exterminados los garbanzos en todos los platos, Dolores apartó a cada uno una ración de carne, morcilla y tocino acompañados por tacos de pan moreno con una corteza gruesa y crujiente. Armados con los trozos de pan los comensales se dedicaron a aplastar y a mezclar los ingredientes de la pringá que, una vez debidamente amasados, fueron trasegados a la boca con ayuda de más pan y de los respectivos dedos pulgares de cada uno. Para Don Zacarías sacó Dolores un botella de vino tinto ya mediada, que guardaba en el hueco bajo el poyo anáfe, y de la que escanció con reverencia un vasito que el cura fué mezclando a sorbitos con la pringá.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 5
sábado, 7 de marzo de 2009Publicado por jepane en 10:45
Etiquetas: Rincón literario
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