DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 9

domingo, 19 de abril de 2009

El desescombro sería largo y él estaba mal herido aunque había suficiente aire para resistir un buen montón de horas. El dolor le hizo perder el conocimiento en varias ocasiones y, tras recobrarlo en una de éstas, le pareció percibir signos inequívocos de que lo estaban buscando muy cerca de él pero ya estaba exhausto; sin fuerzas, incapaz de gritar y con el corazón brincándole como loco en el pecho, tratando de que la sangre encontrase suficiente oxígeno para seguir viviendo, le invadió una angustia brutal que le hizo hincar las uñas en los palos y arañarlos mientras las astillas de la basta madera se introducían bajo ellas. Nuevamente perdió la consciencia. La siguiente imagen que Teodomiro recuerda es la de Dámaso tratando de sujetarle la mascarilla de oxígeno mientras la cara del topiquero, amarillenta por las luces de los carburos y con sombras bailoteándo, se recortaba contra la negrura del cielo nocturno que asistía impasible a los acontecimientos.

El mutismo de Don Zacarías y Domingo fue roto por el repiquetear de la tapa de un pucherete que rompía a hervir sobre el anafe diseminando un suculento aroma a café portugués de contrabando.

- Domingo, ¿ cómo vá la mina? - Preguntó el cura con voz queda y casi hablando consigo mismo – Ultimamente parece que hay muchos más accidentes de lo usual; Teodomiro, Luís el barrenero, Paco el guardafrenos..... por solo citar los últimos....parece raro o muy mala suerte.

- Las cosas van de prisa, Don Zacarías, muy de prisa – afirmó el minero mientras Dolores servía dos tazones de hirviente café – Quizás más de prisa de lo que debieran....¡ quién sabe!.- Una vez alguien se olvida de comprobar un mecanismo, otras veces se pasa por alto una pieza en mal estado y algo salta por el aire y algunas otras....parece que el mismísimo diablo anduviera suelto por ahí haciendo de las suyas...

El cura sorbió ruidosamente su tazón de café negro y se quemó los labios con el humeante líquido. A punto estuvo de soltar alguna palabrota pero se contuvo a tiempo, elevando los ojos hacia arriba pidiendo fuerzas para aguantar, antes de que la cosa pasase a mayores.

- Hay quien me ha contado – continuó el cura – que a la compañía minera no le vá todo lo bien que ellos desearían......, que tienen prisa en extraer todo lo que hay en el nuevo filón de Santa María para luego marcharse. La mina se agota y, aparte de Santa María, ya no queda nada más. De ahí las prisas.

- Algo de todo éso se rumorea por ahí – asintió Domingo – pero yo digo que aquí ya trabajaron los fenicios y los romanos. Aquí queda aún mucho mineral por sacar, solo hay que dar con él. Y lo de las prisas...es como es... ¡ mala suerte ! ....y no hay más vueltas que darle.

Don Zacarías agotó su café y decidió que ya era hora de dar por finalizada su visita. Elogiando el cocido, y dando las gracias por él a Dolores, se despidió de Domingo y salió a la calle. Una vez en élla quedó dudando que camino seguir; por un lado quería volver a su casa. Algo, no muy bien definido por cierto, le corroía las entrañas y quería meditar y rezar y, por otro lado, se veía impelido a caminar por el poblado, para oír las conversaciones, a mirar, a oler la vida, a tocarla para tener una conciencia exacta de cómo estaban sus semejantes en aquel apartado rincón del mundo.

Decidiendo que ambas custiones no tenían porque ser incompatibles entre sí, se decantó por deambular primero por el poblado y, sin rumbo fijo, comenzó a caminar calle arriba. Los rigores de la canícula habían cedido ya y las sombras comenzaban a alargarse. Las fachadas encaladas de las casas ya no herían las pupilas, obligando a arrugar el entrecejo, ahora mostraban un ligero matíz anaranjado; los gorriones bullían en las frondosas copas de las acacias que crecían, de trecho en trecho, a lo largo de la calle.

Don Zacarías caminaba con tranquilidad, diríase que metido dentro de sí, pero sus ojos escuadriñaban en todas direcciones. Cada puerta y cada ventana soportaba su examen apreciando en ellas si habían sido repitandas recientemente, si estaban abiertas o cerradas, si había algún “desconchado” en la fachada que no hubiese sido reparado; todo ésto daba al cura una idea del posible estado de ánimo de los habitantes del poblado. Su avance por la acera de la sombra se veía, de vez en cuando, dificultado por las escanchetas que tensaban y mantenían en alto los cordeles, prendidos con dos alcayatas en la misma pared, en los que las mujeres tendían la ropa de la colada. Sábanas, pantalones y camisas ondeaban al son de una ligera brisa vespertina como fantasmas atrapados en traidoras trampas

En la esquina de una de las bocacalles, tres arapiezos, de no más de nueve años, jugaban a los bolinches. El más pequeño de los tres iba descalzo y ataviado solamente con una camiseta, que le llegaba escasamente hasta cubrirle el trasero, y de un color que había sido blanco pero que ahora mostraba el tinte rojizo proporcionado por el mucho arrastrarse en el suelo. De la respingona naricilla pendían dos velas de mocos que no conseguían pasar del labio superior pués eran eficazmante seccionadas por la punta de la lengua que, regular e inexorablemente, pasaba por allí mientras su propietario concentraba toda su atención en la “maña” más adecuada a cada momento del juego.

De los otros dos, uno rubio y con el pelo revuelto vestía unos desmañados calzones cortos grises, seguramente confeccionados por la madre con ropa del trabajo del padre ya deshechada, que le llegaban por encima de las rodillas. Estas iban debidamente decoradas con dos grandes rasponazos, originados, sin duda, en alguna caída durante sus correrías, y de los que faltaban, salteados, grandes trozos de postillas. El torso y la espalda, desnudos, lucían el bronceado oscuro y uniforme de quién recibe sol, un día tras otro y desde la mañana a la noche, por el simple hecho de que carece de algo para ponerse encima.

El tercer muchacho, el más alto de los tres, era de ceño hosco y figura desgarbada. Sus piernas, de rodillas hacia abajo, se arqueaban hacia fuera fruto de la falta de calcio y los tobillos abultaban exageradamente antes de que sus piés se embutiesen en unas bastas alpargatas de lona y esparto. No parecía irle muy bien en el juego ya que manoteba enérgicamente en el aire diciendo que no al más pequeño.

El cura detuvo un momento su andar cansino y contempló desde lejos a los tres zagales, únicos ocupantes por el momento, de la vía pública. Los tres chicos se enzarzaron en una disputa sobre si se podía permitir o no el uso de una determinada “gavia” de uno de ellos. La discusión se zanjó cuando el más alto propinó sendos empujones al más pequeño que dieron con él en el suelo. Este se levantó como si hubiera sido aguijoneado por un alacrán y dispuesto a que se hiciese justicia con su persona. En ese preciso momento avistaron a Don Zacarías que reanudaba su marcha hacia ellos. En anteriores ocasiones ya habían tenido oportunidad de conocer lo pesada que podía ser la mano del cura cuando éste se metía en faena; por lo tanto, decidieron que lo más prudente era despejar el campo. A toda velocidad recogieron los bolinches, que estaban esparcidos alrededor del hoyo, y desaparecieron, como alma que lleva el diablo, doblando la esquina y encaminando sus pasos a territorios neutrales donde pudieran, con toda tranquilidad, dirimir sus querellas particulares.

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