Ahora otros asuntos, más domésticos, ocupaban la escasa capacidad de Don Zacarías. Para empezar había que procurarse luz puesto que el tendido eléctrico no había llegado hasta allí dado lo apartado del lugar; sin caer nada al suelo en medio de la oscuridad más absoluta, el cura agarró, de una hornacina practicada en el muro tras la puerta, un botellín de cerveza que, a guisa de palmatoria, tenía una vela levemente introducida en la boca. Con la otra mano cazó a la primera un caja de cerillas y prendió la mecha de la vela.
El primer paso estaba dado; avanzando por el pasillo con la palmatoria en alto llegó hasta el patio donde, sobre un poyete adosado a una tapia lateral, localizó el foco de carburo. Comprobó que había agua suficiente en el depósito superior y lentamente abrió la espita de regulación; se aproximó el foco a una oreja y sonrió con satisfacción al percibir el fluir del acetileno por la boquilla. Con precaución, pués aquella parte de la operación siempre había sido un poco superior a sus fuerzas, aproximó la llama de la vela a la boquilla del foco y rápidamente apareció una llama pequeña, blanca y brillante que, reflejada en la parábola que rodeaba la boquilla, esparció su luz por todo el patio. El cura reguló nuevamente la espita del agua para conseguir algo más de luz y dió gracias a Dios por haber terminado la operación sin más novedad; la mayoría de las veces le llevaba su buena media hora de forcejeos con el foco conseguir luz; cuando no faltaba el agua, faltaba el carburo y, cuando ambos receptáculos estaban debidamente surtidos, se atascaba la boquilla.
Fruto de sus andaduras vespertinas, el estómago de Don Zacarías se revolvía inquieto y vacío. Armado con el foco, para romper las tinieblas, fué a la alacena de donde extrajo, sin tener que buscar mucho pués no había nada más, el trozo de chorizo, pendiente de liquidar desde el mediodía, y un mendrugo de pan cuya corteza se descascarillaba al intentar partirlo con las manos. El cura, sin reparar en este pequeño detalle, volvió nuevamente al patio; depositó las viandas en el poyete, junto con el foco y una pequeña navaja que cojió al pasar por el eufemismo de cocina donde solía elaborar sus desangelados guisos, y,acercando el banquillo de eneas, se sentó a dar cuenta de la cena. Parsimoniosamente fué cortando trozos de chorizo y pan que iba masticando con aire ausente; una vieja gata gris, que había tomado afecto al cura, ronroneaba refregándose por sus piernas en solicitud de alguna dádiva y Don Zacarías le iba dejando caer los pellejos del chorizo que el animal devoraba ávidamente relamiéndose los bigotes. El nudo de la cuerda señaló al cura el fín del chorizo y, con gesto resignado, se levantó, acompañado del sempiterno e imprescindible foco, y se fué al dormitorio.
Se despojó de la sotana, que colgó en una alcayata clavada en la pared, y se sacó de los piés sin desatarlas unas desgastadas botas de piel de becerro con suelas de neumático de coche. El cura quedó ataviado con una especie de mono enterizo de color grís abotonado por delante. Santiguándose, se introdujo entre las remendadas sábanas que cubrían un jergón que ocupaba una esquina de la habitación y cuyo colchón, relleno de panochas de maíz, se quejó reseco. Don Zacarías apagó el foco y, rebullendo ligeramente hasta encontrar la postura en el hueco habitual del jergón, se quedó dormido como un tronco. Al poco, entreabriendo los labios ligeramente como si sonriera, comenzó a roncar como una locomotora.
El alba encontró al cura en la misma postura con que se durmió. Los primeros rayos de sol penetraron por el hueco de la ventana donde debía estar el cristal quebrado la mañana anterior y dieron directamente en los ojos de Don Zacarías. Este los entreabrió soñoliento y su primera reacción fue la de dar media vuelta y seguir durmiendo pero aquéllo era imposible dado que el hueco del colchón, con muchos días sin mover su relleno para uniformarlo, solo permitía la postura en que se había dormido. Abocado a lo inevitable, Don Zacarías se sentó en el borde del jergón y depositó los piés en el suelo quedándose un rato embobado mirando un desconchado en la pared de enfrente.
Cuando decidió ponerse en pié, emitió un pequeño quejido y se llevó las manos a los riñones. Se fue renqueante hasta el patio y, de unos cántaros que habían estado al relente, vertió agua en una pequeña jofaina lavándose a continuación la cara con gestos enérgicos. En uno de los tubos, que soportaban la parra que sombreba el patio, había colgado un pequeño espejo y, recuperando un peine de entre unas macetas, Don Zacarías procedió a alisarse la bufanda de ralos cabellos grises que ponía coto a la calva alrededor de la cabeza.
El cura izó un pichelín y se echó al coleto un buen trago de agua fresca como solo puede enfriarla el pasar una noche al raso bajo un cielo estrellado. Aquello constituía evidentemente todo su desayuno. Indeciso, observó como la gata se paseaba sobre la tapia hasta que se perdió de vista saltando hacia fuera. Recordando la visita que tendría que hacer más tarde, decidió aprovechar el fresco de la mañana para trabajar en el huerto en espera de una hora prudente para desplazarse a las oficinas de la empresa minera.
Armado con una pequeña azada estuvo luchando durante un par de horas contra toda clase de malas hierbas que, al contrario que las patatas, tomateras y cebollas que tenía plantadas, parecían prosperar como si estuviesen en un jardín botánico dedicado a su conservación. Don Zacarías era presa de la desesperación cuando veía que, a pesar de sus denodados esfuerzos, las malas hierbas crecían con más vigor y más altura que las hortalizas que con tanto mimo regaba. Para más agravio del cura, fuera del huertecillo, que estaba rodeado por una pequeña empalizada construida con traviesas del ferrocarril hincadas verticalmente en el suelo, solo crecía alguna que otra jara y no había ni rastro de la correvuela ni de las otras hierbas que con tanto vigor crecían en el interior. Cuando tuvo amontonados una buena cantidad de yerbajos, los sacó fuera y, con determinación homicida, les prendió fuego; tenía la calva perlada de sudor y por las axilas del mono grís aparecían sendos manchones húmedos.
Penetró en el patio y bebió nuevamente del pichelín un agua que se deslizó por su gaznate refrescándolo del ardor del trabajo; por la puerta del patio vigilaba el fuego y veía la columna de humo que, en fuertes borbotones al principio y después uniformemente, se elevaba recta desde la candela hacia el cielo. Las llamas hicieron su aparición y el humo despareció casi por completo; el montón de yerbajos quedó reducido a una pequeña cantidad de ramitas ardiendo que chisporroteban y entre las que saltaban esporádicamente las lajas de pizarra que reventaban con el calor. El cura descansó un rato y, tras esparcir apagándolos los restos del fuego, dió por terminadas sus labores agrícolas y se dispuso a partir hacia las oficinas de la empresa minera.
Se vistió con la sotana, se caló la boina y recorrió su trillado camino hacia el poblado. Poco después de pasar la fuente, y antes de alcanzar las primeras casas, se desvió a la derecha por un sendero que llevaba directamente a las edificaciones donde se ubicaban las oficinas mineras. Desembocó al comienzo de una ancha avenida cuyos laterales eran ocupados por sendas filas de altas palmeras de gruesos troncos y enormes abanicos de hojas que colgaban sombreando todo el suelo. La avenida finalizaba en una gran rotonda cuyo centro estaba ocupado por una pequeña fuente cuadrangular, de cemento y ladrillo. Rodeada de macetas de aspidistra, de cuyos cuatro vértices partían chorros de agua que confluían en el centro del cuadrilátero sobre un enorme pez de piedra, situado boca abajo y con los ojos desorbitados. La rojiza tierra apisonada de la avenida crujía bajo las botas de Don Zacarías mientras avanzaba extasiado en la contemplación de las irisaciones que refulgían desde los chorros de agua de la fuente bañados por el sol.
El cura irrumpió en la rotonda; hacia la izquierda vislumbró una fila de casas bajas semitapadas por frondosos jardines delanteros con profusión de rosales, acacias y buganvillas. La parte de la derecha la cerraba una hermosa edificación de dos plantas con una balconada de hierro forjado al nivel de la segunda. La entrada al edificio, flanqueada por dos altísimos magnolios, se realizaba por un par de anchas escalinatas, que dejaban en medio un amplio banco, alicatado con azulejos sevillanos y, por encima del cual, se unían para, a través de una enorme puerta de madera maciza, acceder al interior. Don Zacarías, que no era la primera vez que andaba por allí, siempre quedaba impresionado por la belleza y la serenidad que el adusto conjunto destilaba.
Se acercó a la fuente y, tímidamente, introdujo una mano en el agua. Con la frialdad notó como le latía el pulso algo más rápido de lo normal y, al observar su imagen reflejada en la superficie cristalina del estanque, se sintió algo desmañado y burdo con la boina ligeramente ladeada. Se comparaba con el refinamiento en los modales que ostentaba Don Lalín Salgüena, director de la empresa minera, con el que había hablado, solo en un par de ocasiones y siempre de pasada, intercambiando saludos y puras formalidades.
- Dios, aquí estoy – musitó el cura mientras se enderezaba la colocación de la boina – No te vayas a distraer ahora y me dejes meter la pata. Mira que soy muy capaz de éso y más....Asísteme.
En la balconada del edificio, tras la cristalera que aislaba el interior, un visillo se movió imperceptiblemente apartado por un dedo y unos ojos escrutaron impasibles la rotonda observando con curiosidad la presencia del cura junto a la fuente. Cuando Don Zacarías se encaminó hacia una de las escalinatas para entrar en las oficinas, el dedo se apartó de los visillos y éstos volvieron a su posición; el propietario del mismo se sentó en un enorme sillón giratorio forrado de cuero negro y apoyó pensativo los codos sobre una enorme mesa escritorio de madera de caoba. Al poco, levantó el auricular de un teléfono que había sobre el escritorio e impartió unas breves instrucciones en tono bajo pero autoritario. Se echó hacia atrás y pareció quedar a la espera.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 13
domingo, 10 de mayo de 2009Publicado por jepane en 9:45
Etiquetas: Rincón literario
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