DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 14

domingo, 17 de mayo de 2009

Don Zacarías se esforzaba para que cada uno de sus piés se fuesen apoyando en escalones distintos de la escalinata elegida. No podía evitarlo, el porte solemne del edificio le impresionaba y casi le hacía perder la confianza en si mismo. La gran puerta de madera estaba entreabierta y el cura, quitándose la boina de la cabeza, se asomó por la abertura; el resplandor que entraba por una gran cristalera, situada frente a la puerta, le deslumbró y le hizo parpadear. Cuando sus ojos se acostumbraron al contraluz distinguió una corpulenta silueta que, izándose tras un mostrador, parecía tener intenciones de dirigirse a él.

- ¡ Don Zacarías ! Pase usted, hombre , pase – dijo el hombreton que, ya totalmente incorporado, invitaba a pasar al cura con un gesto amistoso de la mano - ¿ Como usted por aquí ?. Debe ser algo importante porque el gran jefe en persona acaba de avisar de su llegada diciendo que le atendamos en todo.

- ¡ Hombre Romero, qué alegría ! – contestó el cura suspirando aliviado al ver a alguien conocido en un terreno que decididamente se le antojaba como enemigo y, nervioso y agradecido, ofreció su mano que el ordenanza de recepción estrechó un poco desconcertado – Oye Romero, hay que ver que casa ¿eh?. Parece un cuento.

Don Zacarías se aproximó a la cristalera y observó asombrado el hermoso jardín que había en el patio interior del edificio; los parterres, sembrados a cordel, dibujaban arabescos preciosistas donde los tagetes, clavelones y violetas africanas competían para ver cual ofrecía colores mas hermosos. Dos palmeras datileras elevaban sus gruesos y erectos troncos hasta hacer saltar sus palmas por encima de los tejados; algunas palomas buscaban cobijo contra el ardiente sol a la sombra de sus racimos de dátiles que, amarillos y curvándose por el peso, colgaban en lo más alto de los troncos.
La cristalera, a la que el cura pegaba sus narices asombrado, corría alredor del patio cuadrangular marcando un pasillo al que se abrían las puertas de las distintas oficinas. Otro tanto ocurría en el piso superior al que se accedía por una amplia escalera de mármol blanco, cuyo centro estaba cubierto con una gruesa alfombra roja sujeta con barras doradas a las contrahuellas, y rematada por una balaustrada de hierro forjado.

El cura sintió deseos de darse media vuelta y largarse, sin más contemplaciones, por donde había venido. El no estaba hecho para aquellos refinamientos; no llegaban a tres las ocasiones que había tenido en su vida de pisar una alfombra: la primera cuando fue ordenado sacerdote y la segunda, en el Obispado, cuando fue llamado a capítulo por el prelado para reprenderle por una disputa mantenida con un sacristán de cierto pueblo sobre si se debían empeñar los oropeles de la iglesia para atender las necesidades de los feligreses. No obstante, se sobrepuso a sus temores y le dijo con voz firme al ordenanza:

- ¡ Romero !. Necesito hablar con Don Lalín Salgüena. Es un asunto muy importante. – y añadió algo más dubitativo ya - ¿ Tú crees que podrá recibirme? -

- ¡ Pués no apunta usted alto ni “ná”, señor cura ! – respondió el ordenanza intrigado por el motivo de la visita – En fín, aunque él mismo me ha avisado habrá que consultarle, no vaya a ser qué......- y, aprovechando el tirón, añadió - ¿Se puede saber el motivo de la visita para comunicárselo ?.

- Personal, Romero. Dile que es un asunto personal – respondió Don Zacarías oliéndose la cuña metida por el ordenanza y dando gracias a Dios por haber reaccionado a tiempo. ¡ La que se hubiese armado en el poblado si el ordenanza fuese por allí contando que el cura visitó al director por que la mina se iba a hundir; miedo le daba solamente de pensarlo !.

El ordenanza se parapetó tras el mostrador de la recepción y se encorvó para manipular un teléfono al que cuchicheó algunas frases que el cura, a pesar de aguzar las orejas, no pudo descifrar. Al momento colgó y salió de su cubíl observando al cura con un ligero toque de respeto que no había aparecido antes.

- Don Zacarías, está usted de suerte o viene muy bien recomendado – y, señalándole las escaleras, añadió – El señor director me ha ordenado que le lleve ahora mismo a su despacho. Por aquí, sígame, haga el favor.-

Y abriendo la marcha, y haciendo bambolearse las jarreteras doradas que adornaban las hombreras de su chaqueta, el ordenanza comenzó la ascensión de la imponente escalera seguido muy de cerca, pero dos pasos más atrás, por Don Zacarías que sentía, con admiración, como se hundían sus pesadas botas en el delicado tejido de la alfombra. Cuando coronaron la escalera, avanzaron por la galería superior cuyo piso estaba cubierto con losetas de corcho que amortiguaban totalmente los sonido de los pasos y producían un ambiente muy cálido. El cura se asomó repetidas veces por la cristalera mirando una perspectiva, aún mejor que la anterior desde el piso bajo, del jardín. Llegaron ante una ancha puerta oscura cuyo centro ostentaba un escudo, también de madera, con las iniciales de la empresa minera. El ordenanza golpeó suavemente con los nudillos y, sin más, la abrió introduciendo la cabeza; habló algo y terminó de abrirla franqueando el paso a Don Zacarías e indicándole con un gesto que podía pasar.

El cura penetró en el despacho de Don Lalín Salgüena y la puerta se cerró a sus espaldas con un golpe quedo y sordo. La maciza figura de Don Lalín se izó tras el escritorio mostrando su tremenda estatura; rozando casi los dos metros, y ataviado con un traje marrón claro de corte perfecto que se adaptaba magníficamente bien a su abultado abdomen, con una mano se mesaba hacia atrás una abundante cabellera grís plata y con la otra indicaba a Don Zacarías el camino hacia dos amplios butacones situados frente a una ancha chimenéa que se abría en un lateral de la estancia.

- ¡ Adelante Don Zacarías, adelante ! – casi gritó el director con voz afable mientras tendía hacia el cura una cuidada y blanca mano derecha comparable en tamaño a la zarpa de un oso – Es un placer tenerle aquí. Créame cuando le digo que hace tiempo que vengo pensando: he de reunirme con Don Zacarías, tenemos que conocernos mejor...pero ya sabe, que si un día, que si otro, las ocupaciones...en fín: ha llegado el momento y me alegro. Pero ¡siéntese, siéntese, por favor !.

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