Los dos hombres quedaron en silencio ante la perspectiva de que pudiese ocurrir el hundimiento de la contramina con todos los hombres de turno dentro. Fermín apoyó la barbilla sobre ambas manos, que seguían empuñando el baston, y dejó que la vista vagara por la piedra pelada que su mujer, a fuerza de barrer y baldear la entrada a la casa durante muchos años, había conseguido dejar al descubierto. El cura permanecía en pié, estático, con las manos cogidas a la espalda y con los ojos fijos en la cima del Padre Caro, cubierto de jaras, chaparros y algunos pinos, bajo el que, al parecer, se estaba dirimiendo un juego de vida y muerte más fuerte de lo usual en la vida de los mineros. Pasaron uno minutos durante los cuales el sol terminó de ponerse tras Los Ermitanos y los gorriones, cesando paulatinamente de rebullir en las acacias, fueron buscando el acomodo necesario para la noche.
Don Zacarías, despertando bruscamente de su íntima pesadilla de oscuridad, polvo y aplastantes rocas, movió negativamente la cabeza y se llevó las manos al rostro cubriéndose la nariz y la boca con ellas.
- ¡ No es verdad Fermín, éso que dices no puede ser verdad !.La compañía no puede ser tan inhumana como para sacrificar vidas en aras de sus intereses. Además, ¿ qué gana con arruinar la mina ?.
- ¡Precisamente éso, Don Zacarías, una mina arruinada ! – contestó Fermín – Una mina que no se puede laborear, la excusa perfecta para marcharse malvendiendo lo poco que quede aquí y disculpándose ante la gente: “Lo siento, la mala suerte; no podemos hacer nada. Muchas gracias por todo y hasta otra.” Sus capitales rentarán más, con toda seguridad, invertidos en otra parte del mundo y no en este mísero rincón olvidado.
El cura, abrumado por la información recibida, se despidió de Fermín y, doblando por la primera bocacalle que encontró, comenzó a caminar por la calle, paralela a la que había recorrido antes, pero en sentido contrario. Sus pensamientos volaban alocados en todas direcciones; la mente de Don Zacarías era recta, directa, incapaz de recorrer las retorcidas revueltas de las maldades y se perdía fácilmente en el dédalo de implicaciones que se derivaban de su conversación con Fermín. Imbuido en estas elucubraciones fue incapaz de percatarse de que con la llegada del frescor del atardecer la vida había vuelto a renacer en el poblado minero.
Las mujeres, liberadas de quehaceres hasta el momento de preparar la cena, se reunían en corrillos a las puertas de sus casas e intercambiaban en voz alta comentarios jocosos desde un grupo a otro; las risas estridentes resonaban en la calle entremezclándose con la barahúnda y el griterío proferido por la chiquillería mientras se perseguían entre ellos con cortas y veloces carrerillas. Las puertas de las viviendas permanecían abiertas de par en par con la intención de que la brisa circuláse por ellas y refrescáse el interior que, con la mortecina luz crepuscular, apenas era visible. Algunos hombres habían sacado sillas y, acomodados en ellas, escuchaban, como si no lo hiciesen, los comentarios de las mujeres y, sin que ellos mismos fuesen conscientes, muchas veces afirmaban o negaban con la cabeza según estuviesen de acuerdo, o no, con lo que oían. Don Zacarías navegaba veloz calle abajo atendiendo con monosílabos los saludos y comentarios que sus parroquianos le hacían al paso.
Pasaba el cura por delante de la única taberna que había en el poblado. De su interior emanaba un fuerte olor a vino blanco mezclado con humo de tabaco y roncas voces enzarzadas al unísono en mil y una discusión sin fín. Junto a la fachada había algunos veladores, construidos con rústicas tablas pintadas de verde, a los que se habían sentado media docena de clientes habituales mientras bebían, a pequeños sorbos en diminutos vasos, un vino blanco escanciado desde botellas de cristal transparente. A cada poco tiempo se levantaba alguno de los hombres y, con la correspondiente botella vacía en la mano, se dirigía al interior de la tasca donde el tabernero, con mano diestra y sin derramar una sola gota, procedía a un nuevo rellenado del envase sifonando el vino mediante una goma que lo extraía de una garrafa de una arroba colocada en alto. En las mesas, junto a las botellas, y en platos marrones ovalados de calamina, había aceitunas que los hombres comían con grandes movimientos de mandíbulas y después escupían los huesos, compitiendo entre ellos para ver quién los lanzaba más cerca de la casa de enfrente.
Uno de estos huesos fue a dar en una mano de Don Zacarías quien, barcaleando con los brazos como si bogase en una galera romana, había invadido, sin percatarse de éllo, el improvisado campo de tiro. El cura respingó y alzó la mirada, con un ligero destello de cólera que desapareció rápidamente, buscando al responsable de la afrenta. El autor del disparo se puso inmediatamente en pié y, ligeramente ruborizado, se dirigió al cura.
- ¡ Perdone usted, Don Zacarías, no le había visto venir ! – dijo el hombre visiblemente conturbado - ¡ Como ya casi está oscuro......!
- ¡ Y la sotana es negra !... es lo que te falta decir y no te atreves – contestó el cura ligeramente amoscado – No te preocupes Miguel, no ha sido nada. Pero ten más cuidado, hombre, si le das con esa fuerza a una criatura en un ojo, se lo vacias, seguro. -
Al oír lo del color de la sotana salieron algunas carcajadas, más o menos abiertas, desde uno de los veladores más concurridos y, dado que Miguel seguía balbuciendo algunas frases más a guisa de torpe excusa, de la misma procedencia se pudo escuchar un exabrupto socarrón.
- ¡ Ten cuidado, Miguel.. que de los curas, como de los mulos. Contra más lejos mejor !.
Las risotadas fueron generales, e incluso Don Zacarías esbozó una ligera sonrisa, y, cuando se apagaron, el cura contestó cómicamente amenazador.
- ¡ Ten cuidado que te he reconocido, Narciso !. No te pongas muy cerca de mí y te lleves alguna coz. Tu ya sabes como las gasto. ¡Hugonote !....Buenas noches, señores !.
Y dejando a todos los presentes sin respuesta posible, por la sencilla razón de que no había nadie que supiese el significado de hugonote, Don Zacarías se dispuso a continuar su camino. En ese preciso instante acaeció el milagro de todas las noches en Peña de Hierro. Se hizo la luz. Todas las puertas y ventanas abiertas realzaron sus figuras rectangulares llenándose con una luz amarillenta y ciertamente débil, que apenas alcanzaba el suelo de las calles, pero luz al fín y al cabo. En cada esquina, y protegida por una especie de plato esmaltado colocado boca abajo, pendía una bombilla que emitía su luz anaranjada trazando en la calle una isla de claridad partiendo regularmente la oscuridad de la noche.
La razón del milagro era sencilla, la compañía minera disponía de un generador eléctrico para atender algunos de sus servicios que últimamente habían ido modernizándose y, abandonando el vapor, pasaron a ser eléctricos; uno de los grandes acontecimientos vividos en Peña de Hierro fue la noche en que, tras haberse realizado el tendido eléctrico en todas las casas montando una lámpara en el centro del techo de cada habitación, se conectó el fluído y todo se iluminó de golpe. La algarabía fue enorme y por todos lados se levantó un clamor de admiración, satisfacción e, incluso, de desconfianza pués había quien no se fiaba de que aquellos brillantes bulbos de vidrio no fuesen a estallar en el momento menos pensado sobre su cabeza.
Los focos de carburo fueron prudentemente dejados sin uso pero a la mano porque el servicio sufría frecuentes interrupciones, especialmente en invierno cuando, al restallar el primer trueno de cualquier tormenta, indefectiblemente las bombillas daban un bajonazo en su brillo y mostraban, durante breves e incrédulos instantes, su filamente anaranjado para, finalmente, quedar yertas y frías hasta el día siguiente. Naturalmente el suministro eléctrico era gratuito y se iniciaba al oscurecer manteniéndose hasta las claras del día, momento en el que se desconectaba la red del poblado.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 11
viernes, 1 de mayo de 2009Publicado por jepane en 8:24
Etiquetas: Rincón literario
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