DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 18

sábado, 6 de junio de 2009

DEBIDO A UN ERROR HEMOS PUBLICADO EL CAPITULO 17 CON EL CONTENIDO DEL CAPITULO 16,ES DECIR, HEMOS REPETIDO EL CAPITULO. DICHO ERROR YA HA SIDO SUBSANADO Y EL CONTENIDO CORRESPONDE YA A SU CAPITULO. DISCULPEN LAS MOLESTIAS

El cura parecía levitar alrededor de la mesa del despacho. Repentinamente, casi como por revelación, comenzó a comprender los planos y a saber donde estarían ubicadas ventanas, puertas, sacristía y altar. El hecho de que la iglesia fuese a tener campana le embargaba de emoción. Cuando discutieron el lugar de emplazamiento, Don Zacarías sugirió una pequeña explanada, recubierta de verde hierba y rodeada de pinares y eucaliptos, que al director le pareció muy apropiada; lejos de la explotación a cielo abierto y casi a la entrada del pueblo con lo que la casa del cura quedaba próxima. De acuerdo en los detalles principales, Don Lalín se comprometió a enviar recado al cura para que supiese cuando comenzarían las obras y ambos hombres se despidieron asomando las lágrimas en los ojos de Don Zacarías.

Los días siguientes a esta conversación pasaron para Don Zacarías entre contínuos ratos de éxtasis contemplativa y explosiones de exaltación de las bondades divinas. Reposar en un mismo lugar durante largo tiempo se le hacía imposible y el camino entre su casa, el poblado y el futuro asentamiento de la iglesia lo recorrió innumerables veces. Personalmente dió la buena nueva inminente a casi todos los moradores de Peña de Hierro y, saltando de casa en casa mientras hablaba atropelladamente, fué a caer en la de Fermín, el capataz. El cura atosigó al hombre con un largo discurso con el que pretendió demostrar al capataz que, si la empresa minera estaba dispuesta a construir una iglesia, éso significaba que no entraba en sus planes el marcharse de Peña de hierro y, por lo tanto, todos sus catastrofistas temores eran, de todo punto de vista, infundados. El capataz quedó casi convencido de que Don Zacarías estaba en lo cierto aunque, cuando el cura se marchó de la casa como un vendaval, el hombre quedó pensativo y moviendo la cabeza con gesto negativo.

Cierta mañana Don Zacarías se encontraba en la entrada del poblado recostado sobre el pretil de un pequeño puente de piedra. Bajo el único ojo de la construcción se deslizaban unos hilillos de aguas ácidas que, cuando llenaban alguna pequeña poza, adquirían un color cárdeno intenso; en las orillas se depositaban arenas amarillas brillantes como el oro y, sobre las piedras sumergidas, bailoteaban las cabelleras de algas verdes. El cura no dejaba de admirar la obra de Dios al conjugar aquellos intensos colores que el agua extraía a su paso por los ocultos filones de mineral en las entrañas de la tierra. El ruido del motor de un vehículo le sacó de su abstracción y le hizo volver la cabeza.

Por la estrecha y sinuosa carretera que llegaba al poblado se acercaba un coche negro. Traqueteando y bacheando en todos los agujeros del escaso empedrado llegó un viejo modelo de Oldsmobile negro que, a la altura de donde estaba el cura expectante y erguido, se detuvo.

- ¡ Buenos días, padre ! – dijo un joven mientras accionaba ciertas misteriosas palancas en el interior del vehículo y el motor paraba su ronroneo - ¡ Supongo que es usted el famoso padre Zacarías !

- Sí, soy el padre Zacarías – dijo el cura un poco amoscado por el calificativo de famoso - ¿Puedo servirle en algo, joven?

El conductor se apeó del coche y Don Zacarías quedó sorprendido al ver que su atuendo consistía en una sotana sobre la que relucía un inmaculado alzacuellos blanco. El joven se acercó a Don Zacarías con cara alegre y tendiéndole la mano.

- ¡ Ya tenía ganas de conocerle padre ! – declaró el curita dando un firme apretón de manos a Don Zacarías –En el Obispado no se habla más que de usted y de la iglesia que ha conseguido no se sabe muy bien como....

- ¡ Acabáramos ! El viejo zorro del señor Obispo le envía a indagar si he vuelto a sacar los piés del plato – afirmó Don Zacarías agriamente - ¡ Pués esta vez se va a quedar con un palmo de narices !. La iglesia no la he conseguido yo. Es obra de nuestro Creador.

- ¡ Tranquilo, padre !. Ya me advirtieron de sus arranques. – dijo el curita afablemente y en tono conciliador – Su Ilustrísima me ha enviado solamente para arreglar con Don Lalín los asuntos de la sacralización del edificio. Pero yo, personalmente, no quería perderme la oportunidad de conocerle a usted y de que me contase toda la historia. ¡ Comprenderá que no se inaugura una iglesia todos los días !. Por cierto, me llamo Anselmo.

- Y de camino le pasará a su Ilustrísima, el señor Obispo, un informe indicándole si chocheo ya, cosa que espera con impaciencia ...- contestó Don Zacarías como si diese un pescozón al curita igual que hacía con los diablillos a los que, de vez en cuando, intentaba enseñar el Catecismo - ¡Está bien, está bien...! Perdóneme, son viejas cuestiones entre el Obispo y yo. No en vano fuimos condiscípulos en el Seminario y ambos conocemos bien el paño del que cada cual está hecho. Dígame, Anselmo, ¿cómo está Manolo el Zopenco? .Perdón, quise decir su Ilustrísima.

Don Zacarías sonrió alborozado al ver la cara de niño travieso que se le puso al curita al oír el viejo apodo que le colgaron en el Seminario al actual Obispo; el cura era consciente de que Anselmo se ocuparía de transmitir su descubrimiento a sus colegas que sufrían la disciplina inpuesta por Manolo en el Obispado y a la que Don Zacarías era totalmente reluctante. El Obispo, cuando se enterase de que su apodo era nuevamente de dominio público, cogería un sofocón de aúpa y Don Zacarías disfrutaría de lo lindo imaginando ese momento.

Anselmo se enzarzó en una larga conversación con Don Zacarías. Le explicó el revuelo que se había armado en el Obispado cuando una carta de Don Lalín hizo saber que se construiría, con todos los gastos por cuenta de la empresa minera, una iglesia en Peña de Hierro. Había llegado un juego de copias de los planos y el comité episcopal de expertos, tras el estudio pertinente, habían dado su conformidad plena. El Obispo no paraba de marear la perdíz tratando de averiguar como podía haberlo conseguido Don Zacarías, pués no le cabía duda de que la mano del cura rural había escrito ya algunos renglones en esta historia, y se removía inquieto por si pudiese haber algo oculto que él ignorase.


Don Zacarías resumió a Anselmo, en pocas palabras, toda la historia de la iglesia sin mencionar, naturalmente, el motivo primigenio que le impulsó a visitar a Don Lalín; a decir verdad, prácticamente lo había olvidado ya arrollado por el alud de novedades que se desencadenaron en los días siguientes. Anselmo quedó tranquilo. Era evidente que Don Zacarías no era persona de dobleces importantes y le gustaba su sencillez al hablar, incluso hasta cuando trataba del Obispo. El curita reparó en el deplorable estado del atuendo eclesiástico de Don Zacarías que contrastaba, con el suyo propio, como la leche y el café.

- Don Zacarías ¿tiene usted alguna otra sotana?- preguntó Anselmo - ¿Y casulla? –.

- ¿Otra sotana? – preguntó a su vez Don Zacarías sorprendido y mirando la suya con atención - ¡ Claro que no, hombre !. Y casulla ¿para qué?. Aquí no hay oportunidad de celebrar.

- Pués supongo que va a necesitarlas. Habrá que dotar la nueva iglesia con todo el ajuar necesario. ¿No cree usted?. Si no tiene inconveniente, me parece que lo mejor es que a mi vuelta le llore un poco al Zopenco, ¡ perdón, perdón !, a su Ilustrísima, quise decir, como comprenderá – replicó Anselmo con un guiño cómplice.

- La verdad es que no había pensado en nada de éso – contestó contrito Don Zacarías – Desde luego por aquí nos aviamos con poco. Mi sotana aguanta todavía pero para la iglesia se necesitarán......

Don Zacarías se ensimismó haciendo una lista mental de los útiles necesarios en la nueva iglesia; mientras tanto, al curita se le iluminaba la cara con una sonrisa seráfica contemplando la sotana que “aguanta todavía..”. Anselmo se despidió de Don Zacarías quien le indicó el camino hacia el despacho de Don Lalín. El coche arrancó y se alejó dejando a un Don Zacarías mascullando, para sus adentros, antiguos recuerdos de un Seminario que pertenecía a una negra nebulosa que giraba como un torbellino en la trastienda del cerebro del cura.

Aún Don Zacarías no se había movido del puentecillo cuando un ordenanza de la empresa, llamándolo a voces, reclamó su atención para que le esperase. El hombre llegó a la altura del cura y, agradeciéndole que le hubiese ahorrado la caminata hasta su casa, le entregó un sobre enviado por Don Lalín. Lo abrió y sacó una nota, escrita de puño y elegante letra de pluma estilográfica, de Don Lalín donde le comunicaba que la obra de la iglesia comenzaría al día siguiente.

Esa noche, sentado en el patio de su casa escrutando las estrellas, Don Zacarías no habló con Dios. Su boca era incapaz de concatenar las palabras necesarias para expresar la paz que, a raudales, inundaba su espíritu y que rebosaba a su alrededor. El mundo estaba detenido y Dios lo era todo. El cura estaba en comunión con el Universo. El relente, descendiendo inexorable de un cielo negro y profundo, plateó con las gotas del rocío la boina y los hombros de Don Zacarías.

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