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La construcción de la iglesia avanzaba a pasos agigantados. Rematado el ábside y cubierto con un tejado a una sola agua, se construyó un porche delantero, sostenido por dos columnas, que ocupaba toda la fachada de la nave central. Este atrio proporcionaba protección contra los rigores del clima además de añadir intimidad al templo cuando éste tuviese abierta su amplia puerta de acceso. La fachada bajo el porche, en ambos laterales del portalón de entrada, se cubrió, para pasmo de Don Zacarías, con un gran mosaico donde, tesela a tesela y en blanco y negro, fueron apareciendo las estilizadas figuras de los cuatro evangelistas.
Adosado, al lateral izquierdo del edificio, se elevó un minarete constituido por un solo muro de forma trapezoidal, que sobrepasó con creces la altura de la nave central; en su cúspide se dejó un hueco donde se alojaría la campana aún por llegar. En la explanada, al fondo de la cual se ubicaba la iglesia, se construyeron algunos bancos corridos de manpostería y se sembraron acacias que, con el correr del tiempo, los sombrearían. Tras enjalbergar todo lo construido, desde los talleres de la empresa minera donde se fabricaron, llegó un enorme crucifijo metálico pintado de negro que fue colocado tras el altar, en el fondo del ábside, y otro, más pequeño también metálico, que fue izado hasta lo más alto del idealizado campanario donde quedó firmemente anclado. Tres cruces griegas de hierro se adosaron a la pared exterior del ábside aunque quedaron casi ocultas por el pinar que rodeaba a la iglesia por ese lado.
Lo último en llegar a su sitio fue la campana. Ese día, medio poblado de Peña de Hierro acompañaba a Don Zacarías para presenciar el histórico momento de la colocación de la campana. La tarea, aunque fácil a primera vista, tenía sus dificultades. Todos los presentes aseguraban, cada uno por su lado y a su forma, saber como había de hacerse la faena y lo cierto fue que, con tantos comentarios, bromas y risas de los visitantes y curiosos, los obreros que habían de subir la campana se pusieron un tanto nerviosos y ésta estuvo en un par de ocasiones a punto de venirse al suelo. Finalmente la campana quedó emplazada en su sitio y se ató la correspondiente soga al badajo. Don Zacarías, reclamado unánimamente para que fuese el primero en tañerla, se acercó con cierto rubor y asió la cuerda; el primer golpe de badajo fue tímido pero dió un atisbo de la sonoridad de la campana. Todo el mundo escuchó en silencio hasta que desapareció la última vibración del bronce y entonces Don Zacarías explotó de júbilo. Con todas sus fuerzas estuvo un buen rato dando tirones a la cuerda de un lado y a otro; la campana tañía como loca y esparcía su sonido por todos los campos llegando nítidamente hasta el poblado donde, los que no habían ido al acontecimiento, levantaron la cabeza atónitos y sonrientes. Algunos maquinistas de los trenes mineros percibieron el sonido de la campana y la recibieron haciendo sonar los silbatos de sus locomotoras; los sones de campana y silbatos retumbaron por todos los valles aledaños inundando de ecos la corta. A Don Zacarías hubieron de sugerirle que posiblemente la campana, el campanario y toda la iglesia habían pasado ya, de forma positiva, la prueba de resistencia y que sería conveniente, por el bien de todos, que dejase reposar ya la soga. Un poco a regañadientes y excitado, el cura se retiró a su casa para alivio de los moradores del poblado de Peña de Hierro.
El corto paseo hasta su vivienda sirvió para que Don Zacarías serenase un poco los ánimos. Aún sonaban esporádicamente los silbatos de las locomotoras y, en la cabeza del cura, no se habían extinguido los ecos de la campana. Sus pasos se fueron ralentizando y sus músculos, tras el vigoroso ejercicio del campaneo, fueron relajándose invadidos por la lasitud. Un hormigueo le cosquilleaba en los hombros y los brazos le pesaban como si fueran de plomo. Se detuvo en el camino y alzó el rostro hacia un cielo vespertino de azul desvaído adornado con chafarrinadas de nubes blanquiazules.
- Dios....gracias. – musitó Don Zacarías.- pero, si es posible, aparta de mí este cáliz -
Durante un buen rato permaneció inmóvil; la anaranjada luz del sol del atardecer bañaba su cara, obligándolo a permanecer con los ojos cerrados, y los brazos pendían flácidos junto a sus costados. El ronroneo de la mina no llegaba hasta allí y la Naturaleza había acallado sus rumores cotidianos, un denso silencio arropaba al cura estático.
- ¡ Hágase tu voluntad ! – masculló, casi con rabia, entre dientes - ¡ Amén ! -
Una leve brisa dejó oír su tenue silbo entre las verdes agujas de los copudos pinos; el sol, ocultándose tras las lomas de los negros cerros de la sierra, repintó el cielo adornándolo con macizos nubarrones negros que se aproximaban raúdos atropellándose unos a otros. El cura, cabizbajo, prosiguió el camino hasta su vivienda con paso cansino.
Durante la noche descargó sobre Peña de Hierro una tormenta de las que hacía años que no se conocían. Las estelas azogadas de los rayos culebrearon sobre la cima del Padre Caro iluminando, con su efímero e intenso fulgor, los bancos multicolores de la corta y arrancando irisaciones de las masas de calcopirita. Los truenos, retumbando sobrecogedoramente y hasta el infinito en la desoladora oquedad, ridiculizaban los estruendos de las voladuras y demostraban a los mineros que el poder de la Naturaleza es muy superior al de los humanos.
Don Zacarías pasó muy mala noche revolviéndose inquieto en su jergón. El agua repiqueteaba, con furia y en fuertes ráfagas, sobre el tejado de su casa. Por las rendijas mal tapadas de la ventana se descolgaban hasta el suelo los brillantes tentáculos de los relámpagos reptando furiosos hacia el lecho sin llegar a alcanzarlo. El viento sonaba huracanado y rabioso amenazando con arrancar la casa de cuajo. En el patio, rodaba enloquecido un latón que, rebotando contra todo lo que encontraba a su paso, martilleaba con su ruido, profundo y asonante, las sienes del cura.
Cuando Don Zacarías despertó al día siguiente, el temporal había amainado ya; lucía una mañana espléndida y radiante. Sin embargo, la mente del cura era un revoltillo de sensaciones; las risas de la gente, la luz de los relámpagos, el tañer de la campana, el retumbar de los truenos, la blancura de la iglesia , el viento encorajinado, la sotana nueva, los redobles de tambor del agua......todo formaba un batiburrillo en el que le costó un gran trabajo poner orden y claridad. Cuando lo logró, una fuerte duda se abrió paso en su cabeza, ¿habría resistido la iglesia los embates del fuerte temporal?.
El cura se puso en camino a toda prisa atenazado por la amarga idea de que el edificio se hubiese venido abajo. Con zancadas rápidas y largas tardó poco tiempo en dar vista a la explanada; un suspiro de alivio escapó de su pecho. La iglesia seguía en pié; desde su atalaya podía percibirla resplandeciente a través del aire diáfano y limpio de la mañana. Las inclemencias del tiempo no habían podido hincar sus poderosas garras en élla y, por el contrario, la lluvia había conseguido hacer desaparecer cualquier resto de obra que hubiese podido quedar. La hierba, recién lavada, aparecía fresca y verde, moteada con especulares miríadas de gotas de agua; la corteza húmeda y oscura de los troncos de los pinos se definía perfectamente matizada contra el verde oscuro de las copas y, los eucaliptos, bordeando el sendero que llevaba hasta el poblado, mostraban el envés plateado de sus hojas movidas por un ligero viento y exhalaban un delicioso aroma mentolado. Todo estaba donde debía y tal como se dejó la tarde anterior. Todo, o casi todo, estaba listo.
Los siguientes días fueron de actividad febril para Don Zacarías ultimando detalles para la inauguración oficial del templo. Las comunicaciones con el Obispado fueron constantes y para éllo incluso se le permitió, en un par de ocasiones, hacer uso del teléfono de Don Lalín. La liturgia a desarrollar traía de cabeza al cura y, con horror, descubrió que, entre todo lo enviado por el Obispado, se había omitido un misal y unas vinajeras, aunque ésto último podía arreglarse fácilmente. Desde la sede episcopal, Anselmo tranquilizó lo mejor que pudo al cura y le envió rápidamente el material pendiente junto con el oportuno asesoramiento litúrgico que tan ansiosamente reclamaba Don Zacarías. Con la llegada y colocación de unos sencillos bancos, para los fieles, y el resto del mobiliario, la iglesia quedó definitivamente lista para su sacralización e inauguración oficial.
El día elegido para la inauguración fue el del Corpus Christie. Y no erraron con éllo pués apareció un día soleado, brillante, sin mácula en el cielo y esplendoroso en la tierra. Don Zacarías trajinaba en la iglesia desde las claras del día ordenando y disponiendo; había conseguido la colaboración de un chaval, al que ya pensaba formar como monaguillo oficial, y le había ordenado apostarse en un altozano, desde el que se divisaba el camino por donde habría de llegar la comitiva del Obispo, para que diese aviso inmediato de la llegada del prelado.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 20
domingo, 14 de junio de 2009Publicado por jepane en 9:04
Etiquetas: Rincón literario
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