Lope de Aguirre, el traidor ( II )

lunes, 31 de mayo de 2010



Autor:Ignacio Arellano
Catedrático de Literatura
Universidad de Navarra
Fecha: 21 de septiembre de 2002
Publicado en: Diario de Navarra

En las ciudades venezolanas de Barquisimeto y la Borburata existe la creencia de que el alma atormentada del tirano Lope de Aguirre, que no encuentra reposo, vaga errante por los campos en la noches lúgubres, y en el río Huallaga (cabecera del Amazonas) hay una angostura que se llama el salto de Aguirre, donde según la tradición se perciben las huellas que dejó el tirano. ¿Quién era este hidalgo, natural de Oñate, siempre cubierto de su armadura, domador de potros y caudillo de los marañones? Para su coetáneo fray Reginaldo de Lizárraga fue «la bestia y tirano más cruel que ha habido en nuestros tiempos ni en pasados; mató a muchos; si se reían los mataba, si estaban tristes los mataba; no ha visto ni leído semejante ánimo de demonio».

Simón Bolívar quiso verlo como precursor de la independencia hispanoamericana y Miguel Otero Silva lo califica en su novela de «príncipe de la libertad»; el cineasta Herzog lo retrata como instrumento de la cólera divina... Un espíritu indomable, rebelde y rencoroso, cuya ansia de fama y de dominio lo conducen a una aventura trágica que empezó el año del Señor de 1559. Cuenta Francisco Vázquez (uno de los marañones que consiguió sobrevivir), que el Marqués de Cañete, virrey del Perú, tuvo noticia de «ciertas provincias que llaman Omagua y Dorado y con deseo de servir a Dios y a su rey, encomendó y dio poderes muy bastantes a un caballero amigo suyo llamado Pedro de Ursúa para que fuese a descubrir dichas provincias».

El mito del Dorado lo habían perseguido conquistadores como Jiménez de Quesada y Benalcázar... «Toda la ciudad es de oro. Las paredes, los techos, las calles. Tienen ídolos todos de oro macizo. Y es grande como Sevilla. El Dorado, que es el rey, anda cubierto de polvo de oro y reluce como un onza nueva. De noche dicen que relumbra como las brasas de un brasero» (Uslar Pietri). El baztanés Ursúa encabezará la más desgraciada de las expediciones. Había fundado las ciudades de Pamplona y Tudela en las provincias de los indios chitareros y musos (Colombia) y había reprimido el levantamiento de los negros cimarrones de Panamá, apresando a su cabecilla, el rey Bayamo.

Su curriculum parecía el adecuado, pero todo se complica desde el comienzo. Contra el parecer de prudentes consejeros, lleva a su amante, «una doña Inés, moza y muy hermosa» y acepta en sus tropas individuos levantiscos. Los barcos se pudren antes de botarlos y el cura Portillo que iba a financiar la empresa, se arrepiente y han de sacarle con violencias los dineros. Ursúa, despreocupado del gobierno, se entrega a sus amoríos, y crecen las indisciplinas. Lope de Aguirre mueve sus peones: el primero de enero de 1561 un grupo de amotinados sorprende en su cama al gobernador y lo matan a estocadas.

Nombran general a don Fernando de Guzmán, un noble andaluz de pocas luces y menos energías, que será proclamado por Aguirre, ante el asombro de muchos de los expedicionarios, rey del Perú, negando la obediencia a Felipe II. Las intenciones del tirano se van perfilando: quiere abandonar la búsqueda del Dorado y regresar para hacer la guerra al virrey y declarar un reino independiente, fuera del dominio de Felipe II. La efímera gloria don Fernando de Guzmán acaba una aciaga noche en la que es asesinado a estocadas y arcabuzazos, feneciendo así «la locura y vanidad de su principado, y pereció allí la gravedad que había tomado y todas sus cuentas salieron vanas» (Vázquez). Aguirre, por obra de su voluntad y del terror, es ahora el único caudillo de las tropas que bautiza como «los fuertes marañones» por el nombre del río que navegan (el Marañón o Amazonas), a los que dirige de vuelta al Perú.

Es un viaje alucinante y macabro, entre los rumores de la selva amazónica, la picadura de los mosquitos y el curare de los indios, en las noches de sapos silbadores y cocodrilos en celo, sembrado de muertes y violencias: «Fuerzas desconocidas los atan, los arrastran, los llevan suspendidos en la zarabanda de aquella jornada sangrienta que no concluye. Cada alto está marcado con la sangre de los asesinados. Es como si sobre todos aquellos hombres hubiese caído el imperio de un maleficio. Se despertaban con sobresalto en las noches creyendo oír gritos de agonía, ahogados clamores pidiendo confesión. Ya no pueden hablar sino en voz alta, porque Aguirre ha dado bando prohibiendo que se hagan corrillos y que se digan secretos» (Uslar Pietri).

Según la cuenta del cronista Vázquez, mató Aguirre en el río veinticinco hombres, entre ellos a Ursúa y su amante Inés de Atienza, al teniente de gobernador Vargas, al clérigo Henao y al comendador Guevara, a don Fernando de Guzmán, capitanes, almirantes, alféreces y sargentos... En la isla Margarita mató a otros catorce marañones y once vecinos, con frailes y mujeres, indios y negros... Cualquier gesto, palabra o actitud cuesta la vida. Dejando asolada la isla sale para la Borburata, población a la que llega el 7 de septiembre de 1561 y en la que escribe su famosa carta al rey Felipe II que más que soberbia parece desesperación: «has sido cruel e ingrato a tan buenos servicios como has recibido de nosotros... hemos salido de tu obediencia, desnaturalizándonos de nuestras tierras, que es España, y te haremos en estas partes las más crueles guerras que nuestras fuerzas pudieren sustentar...rebelde hasta la muerte por tu ingratitud». Mucho era oponerse a don Felipe.

Cercado por las tropas leales al rey, abandonado de sus marañones sobrevivientes, que desertan en masa, la aventura de Lope de Aguirre el traidor, el peregrino, llega a su fin. Antes de morir de un balazo el 27 de octubre de 1561, mata a puñaladas a su hija Elvira para impedir que sea «colchón de bellacos». Despedazado, su cuerpo fue repartido por varios lugares alrededor de Barquisimeto, y su cabeza colgada en una jaula de hierro en la plaza de Tocuyo.

Lope de Aguirre, guerrero heroico en sus infamias, capaz de imponerse por el terror a endurecidos soldados, obsesionado por la fama y el propio valer que nacía de la guerra como principio universal, prefería ir al infierno «porque allá estaba Julio César y Alejandro Magno y otros valientes capitanes y en el cielo estaban pescadores y carpinteros y gente de poco brío». Esto dice Vázquez, que apostilla «y se fue al infierno a hacerles compañía, y quedará de él la memoria eterna que quedó del maldito Judas, para que blasfemen y escupan del más perverso hombre que ha nacido en el mundo». Felipe II ordenó echarlo en el olvido, prohibiendo que su nombre fuera mencionado, pero la figura de Lope de Aguirre sigue viva en la leyenda y su alma en pena vaga todavía en las tierras que lo vieron morir: pues a un fuego fatuo, que arde misterioso algunas noches en la sabana, los campesinos recelosos lo llaman el alma en pena del tirano Aguirre...

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