De Chile a Huelva: a 480 metros bajo tierra

domingo, 12 de septiembre de 2010

EDITADO EN ODIEL INFORMACION/VICENTE PONCE

Foto: ODIEL / En las profundidades de la tierra. En 1968 se realizó el primero de los tres encierros en Pozo Alfredo. El siguiente encierro se llevó a cabo en 1994, ; y el último, en el 2000.



No es comparable con la situación de los 33 mineros ‘enterrados’ en el yacimiento de San José, en Chile, pero en Pozo Alfredo, una de las minas cerrada de Huelva, también se produjeron varios encierros a través de los cuales los trabajadores reivindicaban o mejoras en sus condiciones laborales, o la continuidad de la actividad minera.

Nunca lo olvidaron, pero la memoria, con el paso del tiempo, selecciona acontecimientos que merecen ser recordados o discrimina aquellos que deben ser, parcialmente enterrados en profundas galerías, al borde de un premeditado olvido.

El incidente producido en el yacimiento chileno de San José, donde un derrumbe mantiene ‘encerrados’ a 33 mineros desde el pasado mes de agosto, ha vuelto a desenterrar de esa selectiva memoria los encierros que se produjeron en las minas de Huelva el siglo pasado, cuando aún existía actividad en ellas.

No tienen comparación. El de Chile ha sido provocado por un derrumbe, están a 700 metros de la superficie y las labores para su rescate se eternizarán de aquí a dos o tres meses. Aquí en las minas de Huelva, los diferentes encierros estuvieron siempre muy bien organizados, estaban a 480 metros bajo tierra, sólo participaban en los mismos miembros de los comités de empresas y el que se perduró más en el tiempo no llegó a los 20 días.

“Para que te hagas una idea, los mineros chilenos se encuentran en una chabola, y nosotros nos hallábamos en un chalet”. Con esta sutil comparación describía Andrés Prada ambas situaciones. Prada, ex minero y miembro por aquel entonces de CC OO, confiesa que cuando se enteró de lo acaecido en el país sudamericano recalaron en su memoria una serie de recuerdos que le hicieron retroceder en el tiempo, más concretamente al año 1986, cuando por primera vez bajo a Pozo Alfredo, una de las pocas minas cerradas que se explotaron en Riotinto.

“Yo siempre trabajé en Zarandas, a cielo abierto, como maquinista de planta, pero al pertenecer al comité de empresa de comisiones tuve que participar en el encierro y bajar al piso 32 donde realizábamos los encierros”, explica este minero que tuvo, a parte de enfrentarse a una nueva experiencia a 480 metros bajo tierra, que superar un handicap. “Soy diabético. Los servicios sanitarios me aconsejaron, a mitad del encierro, que lo abandonase, para que mi salud no se viera fuertemente perjudicada. Me negué, no iba a abandonar ni a mis compañeros que estaban conmigo allí dentro, ni a los de fuera”.

Reconoce Prada que en ese piso 32 tampoco se estaba tan mal. Los más de 200 metros de los que disponían, se repartían en un comedor, área de descanso... pasillos interminables por donde pasear y estirar las piernas... Contaban con colchones para dormir y la comida se hacía allí diariamente. “Yo era el cocinero y hacía las mismas comidas que preparaban nuestras mujeres en casa, ya que los compañeros nos bajaban los ingredientes a diario; en ese sentido nunca tuvimos problemas”.

Por otra, el sentimiento de soledad nunca les esquilmó ni un ápice ese espíritu combativo. “Recibíamos muchas visitas cada día, lo que nos daba ánimo y nos generaba fuerza para seguir con la lucha”. Una lucha, una reivindicación, que quizá se puede antojar como la única desventaja que ofrecían los diferentes encierros con respecto al ‘encierro’ del desierto de Atacama.

“Ellos mantienen la esperanza de que van a ser salvado, un día u otro. Saben que se está trabajando para tal fin, y esa esperanza es la que les mantiene la ilusión”, explica el ex minero y ex miembro del comité de empresa de Ugt en las minas de Riotinto, Miguel Romero, quien participó en los tres encierros, 1986, 1994 y 2000, con los que se salda la última temporada de actividad de estas minas.

“Nuestra esperanza se difuminaba cuando veíamos que pasaban los días y no se avanzaban en las negociaciones. Cuando bajábamos siempre barajábamos los días máximos que podríamos estar allí; cuando se superaban, la depresión hacía acto de presencia. Menos más que allí nos animábamos los unos a los otros, pero fue duro, muy duro, a nivel psíquico”.

A nivel físico, no tanto. “El cuerpo se habitúa a todo. Aguanta bien la adversidad. La temperatura media era de 30 a 35 grados, la humedad también era muy alta. Íbamos buscando por las diferente galerías zonas donde corriera un poco de aire. Esa situación es soportable, ahora bien, siempre cuando no padezca de claustrofobia”. advierte.

Una fobia que se intentaba disipar acudiendo a una de las salidas a corta Atalaya. “Cuando la galería desembocaba al exterior y veía esa maravilla que era la corta Atalaya te sentías tan insignificante. Una cosa era observarla desde arriba, y otra desde su vórtice. Impresionante, esa imagen nunca la podrá olvidar”, rememora Daniel Vivián, otro de los mineros que trabajaba en el exterior como instrumentista en concentrados en Cerro Colorado, y que por pertenecer al comité de empresa, por UGT, tuvo que bajar a la mina para participar en el primer de los encierros”.

“Eramos conscientes de que la situación allí adentro se podía alargar, si no se cumplían los objetivos marcados; y éramos conscientes de que en cualquier momento podía suceder cualquier derrumbe. Estábamos bajo tierra. No obstante, los encierros se hacía más llevaderos porque sentíamos la solidaridad que venía desde el cielo abierto. En ningún momentos, allí dentro, nos sentimos abandonados a nuestra suerte”, apostilla Vivián.

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