Alineados los bancos por tres veces, comprobado por cuatro que la llave del sagrario estaba en la cerradura y que giraba correctamente, verificada un sinnúmero de ocasiones la adecuada señalización en el misal de la liturgia a seguir y examinada la iglesia desde todos los puntos de vistas posibles tratando de descubrir algún defecto, Don Zacarías se sentó en el banco de la primera fila y estuvo largo rato contemplando fijamente el gran crucifijo negro que presidia desde el ábside. En sus ojos fueron disolviéndose, como azúcar en agua, los márgenes de la imagen; desapareció primero el altar, que ocupaba el primer plano; poco después, techos, paredes y suelo fueron tomando apariencias etéreas para acabar licuescentemente evaporados; solamente el gran crucifijo mantuvo su densa solidez metálica flotando, en un espacio indefinido, al compás de la respiración del cura. La cabeza de Don Zacarías se fue inclinando suavemente hacia delante hasta quedar con la barbilla apoyada en el pecho; las manos, entrelazadas sobre el regazo y resaltando nudosas contra el negro intenso de la nueva sotana, aflojaron levemente su abrazo; los brazos quedaron lasos.
Un ciclón entró repentinamente por la puerta de la iglesia tropezando con el último banco y desplazándolo hasta chocar con el delantero. El estruendo de los bancos y los tremendo zapatazos dados en el suelo por el monaguillo, que avanzaba a toda carrera por el pasillo, resonaron en la iglesia como estampidos de barrenos en la corta. Don Zacarías despertó bruscamente y sinceramente convencido de que el fín del mundo estaba en pleno apogeo.
- ¡ Don Zacarías, Don Zacarías ! – gritaba el muchacho a pleno pulmón - ¡ El Obispo, que ya llega. Ya viene el Obispo !. ¡ Y un montón de coches, Don Zacarías !.
En los ojos del cura relampagueó, durante breves instantes, una mirada asesina que no presagiaba nada bueno para el chico, habida cuenta del susto tan morrocotudo que se había llevado Don Zacarías pero los gritos penetraron en su cerebro, justo a tiempo antes de lanzarse a darle una tanda de sopapos, y comprendió su significado. Se estiró y alisó la sotana con las manos y, dándole un empellón al banco desviado hasta colocarlo en su sitio, salió al atrio donde quedó expectante mirando la llegada de la carretera que, pasando junto a la explanada, conducía al poblado.
No pasó mucho tiempo sin que Don Zacarías, aguzando las orejas, percibiese el ruido de los motores de los vehículos. Advirtiendo al monaguillo que no se moviese de la puerta, el cura se adelantó unos pasos y salió de debajo del porche quedando muy erguido a la espera de recibir al Obispo. La comitiva hizo acto de presencia doblando el último recodo de la carretera; un coche tras otro, hasta un total de cuatro, fueron apareciendo levantando ligeras nubes polvorientas que difuminaban sus perfiles. En interior de la parte posterior del segundo vehículo distinguió una mano que se agitó un poco en señal de saludo y el convoy episcopal, sin disminuir la velocidad, continuó carretera abajo sin detenerse y camino del poblado.
El cura quedó atónito.
- ¡ Don Zacarías !. ¡ Se han equivocado ! – dijo el monaguillo acercándose al cura - ¡ No se han dado cuenta de que la iglesia está aquí !. Han seguido hacia el poblado. ¿Voy para indicarles el camino?. -
- No, Pablo, no se han equivocado – contestó el cura con voz amarga – No hace falta que vayas. Volverán. Lo que ocurre es que se dá al César, lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios. Esperaremos en nuestro sitio, aquí. -
Cura y monaguillo quedaron dando paseos por la explanada al tiempo que Don Zacarías apaciguaba los fervientes deseos de Pablo por probar a tocar la campana aunque, condescendiente y sonriendo ante su impaciencia, le permitió dar un par de toques “flojitos para ensayar” tal como solicitaba el chaval. La gente del poblado fue reuniéndose en la explanada; llegaban familias enteras, grupos de hombres, chiquillos vociferantes en bandadas que aparecían y desaparecían por arte de magia, mujeres ....todos los habitantes del poblado se estaban reuniendo allí. Venían ataviados con sus mejores, aunque muy humildes, galas: relucían las camisas blancas de los hombres recién lavadas y planchadas, abotonadas hasta el cuello; revoloteban impecables las negras enagüas hasta los tobillos; brincaban las blanquísimas alpargatas de los niños, con rodillas enrojecidas por los recientes refregones con el estropajo, y apretados moños remataban las testas femeninas mientras que las de los hombres se cubrían con gorras, mascotas o boinas. Al llegar saludaban al cura y éste correspondía con ademanes francos y palabras llenas de auténtica alegría al ver a todos los congregados allí.
La explanada se encontraba completamente llena de gente y algunos grupos se protegían del calor del sol bajo la sombra de los pinos vecinos. Toda clase de murmullos se elevaban de los corrillos dando un ambiente festivo a la ocasión. La caravana de coches apareció nuevamente, esta vez por la derecha, procedente del poblado y los vehículos fueron aparcando junto a la entrada a la explanada. Una nube de prelados y vicarios, entre ellos Anselmo, se apearon y se precipitaron a abrir las puertas del segundo de los vehículos; de él bajaron, por un lado, el Obispo y, por el otro, Don Lalín quien, embutido en el mejor de sus impresionantes trajes, tomó la inciativa mostrando el camino a Monseñor hacia la iglesia. Esto le tomó escaso trabajo a Don Lalín ya que la gente, instintivamente respetuosa y enmudecida ahora, había abierto ya un pasillo que conducía directamente a la puerta.
El Obispo avanzaba dignamente majestuoso con su solideo y fajín verdes resaltando sobre la sotana negra azabache. Al llegar al porche le esperaba Don Zacarías que, con una genuflexión, besó el anillo.
- ¡ Dios te bendiga, Zacarías ! – dijo el Obispo dando un apretón de manos al cura – Un gran día el de hoy gracias a la generosidad de Don Lalín. -
- Efectivamente, Ilustrísima – contestó el cura – Un día grande gracias a Don Lalín y a Dios que le guió. -
- Naturalmente. Dios por encima de todo – apostilló el Obispo dando una mirada al gentío congregado - ¿Comenzamos antes de que la gente se impaciente? -
- Cuando guste el señor Obispo – dijo Don Zacarías.
La comitiva se puso en marcha penetrando en el recinto. La encabezaba el Obispo seguido por Don Lalín y la cerraba Don Zacarías. Tras ellos se precipitaron todos los habitantes de Peña de Hierro que ruidosamente fueron ocupando los bancos. Don Zacarías miró hacia el altar y quedó sin habla. La pléyade de clérigos que acompañaba al Obispo se había introducido por la puerta de servicio durante la salutación y, debidamente ataviados con los ornamentos litúrgicos de rigor, rodeaban el altar reservando el puesto central para el Obispo quien, ayudado por Anselmo, quedó también preparado para la ceremonia en un santiamén. Don Zacarías aún lucía la sotana solamente.
Un poco corrido por la apurada situación, Don Zacarías se introdujo en la sacristía para vestirse. Se hizo un lío con el alba pués no encontraba el agujero para meter la cabeza; el cíngulo le daba tres vueltas en la cintura y terminó haciéndole un buen nudo ordinario que ya vería después como desataba. La casulla y la estola no ofrecieron dificultad alguna y, tras lo que le pareció toda una eternidad, salió al altar. El Obispo aguardaba con gesto de recogimiento y todos los prelados miraron al cura con condescendencia pero ninguno se movió del sitio que ocupaba por lo que Don Zacarías se vió obligado a permanecer en una esquina casi oculto; desde allí pudo divisar a Don Lalín sentado en el primer banco donde su humanidad física rebosaba y su satisfacción también.
La ceremonia dió comienzo con la sacralización del recinto que el Obispo recorrió, hisopo en mano, por dentro y por fuera seguido de la cohorte de prelados que cerraba Don Zacarías. A continuación, se ofició la Santa Misa, cuyo sermón corrió naturalmente a cargo del Obispo, quién se extendió alabando profusamente la generosidad y bondad de la empresa minera, en general, y de Don Lalín, en particular, al posibilitar que Peña de Hierro tuviese una iglesia que, sin duda, redundaría en beneficio de la paz espiritual y salvación de las almas de los mineros pecadores. Don Zacarías hacía tiempo que había cerrado los oídos y no escuchaba; quizás hablaba con Dios, su Dios. El elevar la Sagrada Forma durante la consagración fué la señal convenida que lanzó a Pablo a la cuerda de la campana dando rienda suelta a todas las ganas, que tenía acumuladas desde su nombramiento como monaguillo, de hacerla sonar. Los feligreses parecían divertidos y alegres al escucharla aunque algunos de los clérigos arrugaron el entrecejo disgustados por el ardor que el muchacho ponía en el desarrollo de su cometido. Con la bendición obispal terminó el oficio; los ayudantes del Obispo le despojaron de las vestiduras y se precipitaron hacia la sacristía saliendo por donde habían entrado. La gente fue saliendo al atrio de la iglesia y a la explanada esperando para despedir a la comitiva episcopal.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 21
sábado, 27 de junio de 2009Publicado por jepane en 10:48
Etiquetas: Rincón literario
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