Tan rápidamente como se produjo el desembarco de la jerarquía del Obispado, se desarrolló el reembarque. El Obispo, ofreciendo nuevamente el anillo para que fuese besado por Don Zacarías e impartiéndole su bendición personal, se despidió brevemente de él y se introdujo en el vehículo en compañía de Don Lalín. Arrancaron los motores, se maniobró ligeramente y, uno tras otro, los cuatro coches partieron rumbo a la capital. Un nutrido aplauso afloró de las robustas y encallecidas manos mineras reunidas en la explanada y quedó flotando en el aire cuando ya había desparecido el último de los vehículos.
Sin saber exactamente que hacer a continuación, los murmullos de las conversaciones quedaron en suspenso. Don Zacarías, en la salida de la explanada a la carretera, contemplaba el gentío por encima de cuyas cabezas sobresalía, pequeña y orgullosa, la iglesia. Alguien rasgó una guitarra y los acordes de un fandango de Huelva serpentearon en el aire limpio del mediodía; la voz aguardientosa de un minero se acopló al tono alto de la guitarra y surgió el canto a la vida de un pueblo que vivía muriendo.
Se formaron reuniones de amigos y vecinos, fueron apareciendo cestas con vino y comida; los grupos se repartieron y acomodaron en las sombras de los alrededores y la chiquillería revoloteaba por todos los lugares. Las guitarras y laúdes se multiplicaron y los cánticos y bailes del Sur, arrastrados hasta el apartado rincón de Peña de Hierro por gente procedente de toda la geografía, sonaban incesantes aconpañados por el rítmico batir de palmas. Don Zacarías comprendió casi inmediatamente. Ahora se estaba inaugurando la iglesia de Peña de Hierro. Acababa de comenzar la liturgia del pueblo y el cura quería fervientemente participar en élla. Nuevamente Don Zacarías, jaleado por los mineros, hizo sonar la campana hasta que éste empezó a sentir mareos, momento en el cual le ofrecieron un vaso de vino, y fué sustituido en la cuerda por un fornido barrenero. La campana, con breves interludios, repicó durante todo el día.
El cura recorrió todos y cada uno de los grupos instalados en la explanada y los alrededores; charló, rió, bebió, comió, cantó y bailó con todos. Y cuando, ya de noche y solo, entró en la iglesia para cerrarla, lloró por todos. Lágrimas de alegría, tibias y dulces, rodaron por sus mejillas; podía haber un futuro mejor para aquella gente, menos duro y más esperanzador. Lágrimas de dolor, frías y amargas, se precipitaron por sus pómulos renegridos por la barba; no acababa de creer en sus esperanzas, era muy difícil salir de allí y quedaba una labor muy dura por realizar......no se sentía capaz.
Cerró la iglesia. Junto al sagrario quedó, bamboleante, la pequeña llamita roja de una palomita ardiendo. Con los hombros caídos y la espalda ligeramente encorvada, la oscura figura de Don Zacarías con su sotana nueva se perdió por el sendero de su casa. Se acostó en el hueco del jergón y durmió toda la noche de un tirón.
Don Zacarías concentró sus energías en organizar grupos de niños para enseñarles en la iglesia a leer, a escribir y el Catecismo. Con bastante éxito de asistencia comenzaron a funcionar regularmente y el cura dedicaba una gran parte de sus días a repartir pescozones, para mantener el debido orden, y a desborricar cabecitas que estaban acostumbradas a vagar a su libre albedrío por Peña de Hierro y sus alrededores casi día y noche. Más difícil le resultó al cura encontrar personas mayores dispuestas a alfbetizarse; no obstante, reunió un grupito, entre las que se encontraba Dolores, que se empeñó con ahínco en la tarea. Don Zacarías veía con pasmo como, día a día, tanto pequeños como mayores iban consiguiendo, cada vez con más fluidez, ir pronunciando las frases que el escribía sobre una pizarra que se había agenciado gratuitamente en la imprenta de Don Orencio en Nerva.
Instauró la misa dominical y, para su sorpresa, la iglesia, incluida la explanada, estaba de bote en bote domingo tras domingo; cierto es que, tras la misa, se reproducía, casi fielmente, el acontecimiento campestre de la inauguración pero el cura no veía ningún desdoro en éllo y se alegraba inmensamente.
A principios del invierno se celebró el primer casamiento en la iglesia de Peña de Hierro. La celebración de este matrimonio constituyó todo un acontecimiento en cuya preparación participó medio poblado engalanando la iglesia y Don Zacarías, cuando los contrayentes pronunciaron los preceptivos síes, fue el primero en gritar a todo pulmón ¡ vivan los novios !.
La actividad de Don Zacarías en torno a la iglesia era incesante. Prácticamente pasaba allí todo el día. Sentado en uno de los bancos de la primera fila, solía mantener sus monólogos con Dios. Concentrado en el crucifijo, y arrobado en el silencio, se abría el corazón a sí mismo y lo escuadriñaba auscultando todos los rincones; al finalizar, se encontraba reconfortado y con nuevos bríos para proseguir con sus tareas.
Casi estaba a punto de cumplirse el primer aniversario de la inauguración de la iglesia de Peña de Hierro. Don Zacarías, cansado pero satisfecho, acababa de dar cuenta de una cena de lujo para él; media docena de sardinas frescas asadas sobre las ascuas de unas cepas de jaras que aún crepitaban en el anafe. Al fresco, en el patio, fregó la escasa vajilla que había necesitado para el ágape y la depositó en el platero de la cocina para que escurriese.
Con un bostezo se acostó y se durmió instantáneamente. Don Zacarías abrió los ojos; la oscuridad y el silencio eran totales, los grillos no emitían su algarabía de vibrantes élitros y la negra noche pesaba como una losa sepulcral apenas hendida por las estrellas. El cura, con un estremecimiento, puso los piés descalzos en el frío suelo y un escalofrío recorrió su espalda; sentía la cabeza rellena de gutapercha. El vello erizado en la espalda le dolía y no desaparecía la sensación, que tan bruscamente le sacó del sueño, de que su cuerpo, el jergón y toda la habitación vibraban. Automáticamente buscó las cerillas y encendió la vela; todo estaba en orden. Todo excepto el silencio, que parecía caer blandamente del cielo como una nevada que todo lo ocultaba.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 22
domingo, 28 de junio de 2009Publicado por jepane en 9:34
Etiquetas: Rincón literario
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