Fue la mayor derrota en toda la historia romana: según Polibio, 70.000 legionarios cayeron bajo el filo de las espadas de hispanos, celtas y africanos. Pese a su victoria, el general cartaginés no se atrevió a atacar Roma
EN EL AÑO 219 ANTES DE CRISTO, EL general cartaginés Aníbal Barca, empeñado en someter la Península Ibérica, destruyó la ciudad de Sagunto, aliada del pueblo romano. Aunque Roma acababa de dar por finalizada su conquista de Italia, tras largos años de penosas guerras, su Senado no se lo pensó dos veces ala hora de enviar una embajada a Cartago reclamando la cabeza de Aníbal. En la ciudad norteafricana, el Gran Consejo se enfrentó ala demanda de los embajadores, que le planteaban la disyuntiva de elegir entre la guerra o la paz. Cartago eligió la guerra.
El episodio de Sagunto era un choque más entre dos imperialismos, el cartaginés y el romano, que pugnaban desde hacía medio siglo por el control del Mediterráneo occidental. Vencedora de la Primera Guerra Púnica, Roma asistía preocupada a la creación de un nuevo imperio cartaginés en Hispania, impulsada por los caudillos de la familia Barca, Amílcar, su yerno Asdrúbal y su hijo Aníbal.
En la Segunda Guerra Púnica se iban a enfrentar dos concepciones muy diferentes de la milicia y de la práctica de la guerra. Roma poseía un ejército basado en el servicio obligatorio de todos los varones entre los 17 y los 46 años por lo que, sobre el papel, podía llamar a filas a 225.000 ciudadanos y cerca de medio millón de aliados de la Liga itálica. En realidad, sólo se movilizaba a quienes podían pagarse el equipo, lo que excluía a la masa de proletarii. El problema fundamental del ejército romano consistía en que sus generales fueran los cónsules y pretores elegidos por un año, lo que restaba continuidad y profesionalidad al mando, mantenía tácticas ya anticuadas que situaban a la caballería en plano muy secundario e impedía que descollasen los mejores estrategas.
Cartago, ciudad de mercaderes, fiaba su seguridad en su poderosa marina y en los ejércitos integrados por mercenarios de origen bereber-libios, cartagineses y númidas, procedentes de los territorios que hoy corresponden a Libia, Túnez y Argelia- y cada vez más de íberos de las regiones sometidas en Hispania. Eran ejércitos relativamente pequeños, heterogéneos aunque casi siempre bien entrenados, leales a sus jefes, militares profesionales entre los que Aníbal Barca se revelaría como el más capaz.
La larga marcha de Aníbal
Rotas las hostilidades, el general cartaginés decidió llevar la guerra al territorio enemigo. Desechando una invasión de Italia por mar, en la primavera del 218 a.C. inició, con un ejército de unos 40.000 hombres, una audaz marcha a través de los pasos de montaña de los Pirineos y de los Alpes. En su recorrido, que constituye una de las grandes gestas militares de la Antigüedad, hubo de combatir continuamente contra las aguerridas tribus galas por lo que, cuando desembocó en la llanura del Po, en el otoño de del 218 a.C. sus tropas se habían reducido a unos 20.000 infantes y 6.000 jinetes.
En diciembre, Aníbal derrotó a los cónsules Publio Escipión y Sempronio Longo sucesivamente en los ríos Ticinus (Tesino) y Trebia. Su prestigio subió tanto, que las tribus galas y ligures que habitaban el Norte de Italia se levantaron contra los romanos y engrosaron el ejército invasor hasta los 60.000 hombres. A comienzos del 217, las tropas de Aníbal cruzaron los Apeninos y, tras una penosa marcha por los pantanos de Etruria, en la que su general perdió un ojo, en abril atrajeron a una trampa a un nuevo ejército romano, al mando del cónsul Flaminio, junto al lago Trasimeno. Surgiendo de la niebla, los cartagineses mataron en tres horas a unos 15.000 italianos, entre los que se encontraba el propio Flaminio.
Roma parecía madura para caer en manos de los invasores. Dispuestos a resistir, los romanos destruyeron los puentes sobre el Tíber y adoptaron una medida excepcional: elegir un dictador en la persona del patricio Fabio Máximo. Pero Aníbal no atacó a la Urbe sino que se dedicó a vagar por el centro de la península, estorbando el abastecimiento de Roma, derrotando a los escasos contingentes enemigos que se le oponían e incitando sin éxito a los pueblos itálicos a sacudirse el yugo romano.
Una batalla de aniquilación
Su marcha llevó a Aníbal, en la primavera del año 216 a.C. a Cannas, localidad del norte de Apulia, a orillas del mar Adriático, y gran depósito de víveres del que se abastecía Roma. Derrotados tres veces sus ejércitos, y en situación cada vez más precaria el vital suministro de trigo a la ciudad, el Senado romano decidió expulsar a cualquier precio a los invasores. Se reunió, por lo tanto, el mayor ejército movilizado por Roma, con unos 80.000 infantes y 6.000 jinetes, compuesto a partes iguales por ciudadanos romanos y aliados itálicos. A su frente fueron colocados los dos cónsules, Paulo Emilio y Terencio Varrón, que se repartían el mando en días alternos.
Este impresionante ejército, en el que figuraba la flor y nata de la aristocracia romana, se dirigió al encuentro de Aníbal en la llanura de Cannas, a donde llegó a finales de julio. Bajo un sol abrasador, los contendientes tomaron posiciones mientras medían sus fuerzas en algunas escaramuzas; Entre los dos jefes romanos habían surgido diferencias. Paulo Emilio, con mayor experiencia, era partidario de evitar una batalla en campo abierto, en la que la caballería cartaginesa tendría una gran ventaja. Pero Varrón, sabiendo que su infantería duplicaba a la cartaginesa, prefería un ataque frontal y masivo y, al corresponderle el mando el 2 de agosto, decidió desencadenar la batalla. Con un calor asfixiante y fuertes ráfagas de viento del suroeste, que levantaban nubes de polvo, los dos ejércitos se prepararon para el combate.
Varrón dispuso a sus tropas ala manera romana clásica, una línea de vélites en vanguardia que precedía a la masa de la infantería pesada, formada en tres líneas consecutivas. La infantería estaba flanqueada por la caballería romana a la derecha y la de los aliados itálicos a la izquierda. Por su parte, Aníbal dispuso a los mercenarios íberos y galos en formación de media luna, con la parte convexa orientada hacia el enemigo. En cada extremo situó contingentes de infantería pesada africana. El flanco izquierdo estaba protegido por la caballería pesada, formada por jinetes íberos y galos y al mando de Asdrúbal, mientras que la caballería ligera númida, dirigida por Maharbal, operaría a la derecha, lejos del río Aufidus y libre para moverse a su antojo.
La carga de Asdrúbal
La batalla se inició con algunas escaramuzas entre la infantería ligera que formaba la vanguardia de ambos ejércitos: velites contra honderos baleáricos. Pero no adquirió intensidad hasta que Asdrúbal ordenó a sus jinetes atacar a la caballería romana, que dirigía Publio Emilio. El choque entre ambas formaciones, con sus movimientos limitados por la proximidad del río, se decidió en favor de los púnicos, que pusieron en fuga a sus adversarios.
Avanzó entonces la infantería romana. Formados en apretadas filas tras una muralla de escudos, los romanos y sus aliados marchaban al redoble de los tambores envueltos en nubes de polvo cegador. En un principio, impusieron su numero a las tropas íberas y galas. Creyendo que la victoria estaba al alcance de su mano, los romanos concentraron su presión sobre el centro del dispositivo enemigo para partirlo en dos. La media luna cartaginesa se fue convirtiendo en cóncava.
Mientras tanto, la caballería númida del flanco derecho cartaginés cargó contra la caballería de los aliados itálicos, mandados por el cónsul Varrón, que resistieron el choque hasta que fueron atacados por la espalda por los jinetes galos e íberos de Amílcar. Este dejó a Maharbal la tarea de perseguir a la dispersa a la caballería romana, y organizó sus escuadrones a la espera de las órdenes de Aníbal.
El jefe púnico aguardo hasta que la infantería romana penetró profundamente en el interior del dispositivo cartaginés, que adoptaba la forma de una “U” cada vez mas alargada. Cuando consideró que era factible envolver al enemigo, hizo intervenir a la caballería de Amilcar. La infantería africana, hasta entonces en reserva, se desplegó en dos masas, presionando cada una un flanco del dispositivo romano. La maniobra envolvente se completó con el retorno de la caballería númida, que atacó a la masa de infantes romanos por la retaguardia. Rodeados por un sólido cerco de caballeros e infantes, amontonados en un espacio reducido y sin poder maniobrar, los romanos eran empujados hacia el interior, cada vez con menos sitio para manejar sus armas. Aún así, resistieron de forma desesperada hasta el final. La matanza fue espantosa, el revés más grande sufrido hasta entonces por un ejército romano y en el que perecieron hasta 80 senadores.
Polibio, casi coetáneo de los hechos, cifra los muertos en unos 70.000 romanos y 5.700 cartagineses, mientras que Tito Livio y Plutarco dejan en unas 50.000 las bajas de los romanos y de sus aliados itálicos. Hoy los historiados suelen reducir estas cifras, aunque situándolas por encima de los 30.000 hombres.
La táctica de Aníbal
Aníbal, según Polibio, planteó así la batalla: “A su izquierda, junto al río, colocó la caballería íbera y celta, frente a los jinetes romanos; inmediatamente la mitad de la infantería pesada africana y, a continuación de ésta, la infantería íbera y celta. A su espalda colocó a la otra mitad de los africanos y, finalmente en el ala derecha formó la caballería númida”. Sigue contando Polibio que Aníbal hizo avanzar el centro ibero-celta hasta formar una media luna, con la intención de emplearlos en los más duro del choque, manteniendo a los africanos como reserva, éstos iban armados como los romanos, pues habían adoptado las armas arrebatadas a los romanos en las anteriores batallas de Tesino, Trebia y Trasimeno. En cambio, “el escudo de los íberos y de los celtas era muy parecido; no así las espadas, pues las de los íberos podían herir lo mismo de punta que de filo, pero las de los celtas servían únicamente para atacar de tajo y contando con cierta distancia” (por eso Aníbal los situaba en compañías alternas, de manera que se complementasen). Los celtas combatían desnudos; los íberos, cubiertos con túnicas de lino de color púrpura.
Las claves de la victoria
Las claves de la victoria de Aníbal estuvieron primero, en el planteamiento de la batalla entre las colinas y el río, forzando, por un lado, un frente estrecho donde los romanos no pudieran hacer valer su gran superioridad numérica; por otro, ideando una táctica en el que el propio empuje de las regiones de Roma fabricase la bolsa donde quedarían encerradas.
Segundo, en el empuje de la caballería pesada de iberos y celtas, mandadas por el cartaginés Asdrúbal (no el hermano de Aníbal que se había quedado defendiendo Hispania, sino el hijo de Lacón, su compañero de armas durante muchos años). Tras salvar una feroz resistencia, iberos y celtas quebraron la resistencia de la caballería romana y la dispersaron; volvieron, luego, sobre la caballería aliada, que formaba el ala izquierda de Roma a la que no habían podido vencer los númidas de Maharbal y la dispersaron; en la tercera fase de su acción, dejando la persecución de la caballería romana a Maharbal, cargaron sobre la retaguardia de las legiones, causando en ella una espantosa matanza.
Y, tercero, en la resistencia presentada por íberos y celtas a las legiones romanas, que les duplicaban en número, pero no podían desplegarse por lo angosto del frente de batalla. La infantería ligera de Aníbal cedió el terreno muy lentamente, metiendo en una mortífera trampa a los legionarios. Aníbal estimaba que su actuación constituía el centro de su estrategia, tanto que le arengó personalmente antes del combate y se hizo cargo del mando de esas tropas, dirigiendo la batalla en su retaguardia.
Victoria pírrica
El triunfo de Aníbal en Canna fue completo, pero no lo pudo aprovechar para lograr sus objetivos políticos. Esperaba que los aliados de Roma la abandonasen ante sus repetidos reveses militares, obligándola a firmar una paz ventajosa para Cartago, pero eso no sucedió. Algunas ciudades del Sur, como la poderosa Capua, cambiaron de bando; mas la Italia central, sembrada de colonias romanas, se mantuvo fiel a la confederación y en Roma no se pensó ni por un momento en la capitulación. Falto de tropas para intentar asedios de ciudades, Aníbal no podía esperar refuerzos, ya que estos iban a parar a la Península Ibérica, donde su hermano Asdrúbal hacía frente a un ejército enemigo mandado por Publio y Ceneo Escipión. Además, los romanos aprendieron la lección, y en adelante rehusaron el combate abierto y se limitaron a una activa guerra de guerrillas que buscaba dificultar los suministros del aislado ejército cartaginés.
Los años siguientes conocieron alternativas en la guerra sobre una Italia devastada. Los romanos completaron la conquista de Sicilia con la toma de Siracusa, aliada de Cartago, y Aníbal llegó a las cercanías de Roma en una audaz incursión que intentaba obligar a las legiones a levantar el sitio de Capua. En el 211 a. C., Capua cayó, y la situación de los cartagineses, confinados en el extremo suroriental de la península, se hizo sumamente precaria. Desde Hispania, Asdrúbal acudió en ayuda de su hermano, cruzando los Alpes en el año 207 con un gran ejército, pero fue derrotado y muerto en el río Metauro por las últimas reservas humanas de que disponía Roma. Este desastre aceleró la derrota de los cartagineses en Hispania y a partir del 205 a. C. su vencedor, Publio Cornelio Escipión el Joven, estuvo en condiciones de llevar la guerra al territorio metropolitano de Cartago.
En la ciudad púnica cundió el pánico y se enviaron mensajeros a Aníbal ordenándole volver. Durante quince años, el general había sido abandonado a su suerte por sus compatriotas. Años en los que se había sostenido aislado en territorio enemigo con un ejército cada vez más pequeño, pero invicto en numerosos combates. Sin embargo, obedeció la orden y embarcó a sus tropas hacia el norte de Africa.
El regreso de Aníbal animó la resistencia cartaginesa. Pero debía enfrentarse a un ejército de veteranos dirigido por un hombre que había comprendido la necesidad de cambiar radicalmente la táctica de combate romana. En Zama, al suroeste de Cartago, en octubre el 202 a. C., el ejército de Escipión prologó sus líneas para evitar la maniobra envolvente enemiga, mientras los jinetes del númida Masinisa, que combatía en su bando, impedían que Aníbal sacara la habitual ventaja del uso de la caballería. Aníbal fue totalmente derrotado en Zama y tras aquella catástrofe la resistencia cartaginesa se derrumbó y la ciudad hubo de aceptar durísimas condiciones para no ser destruida. En adelante, Roma reinaría en solitario en el Mediterráneo occidental.
Pese a que no sirvió para ganar la guerra, Cannas fue un triunfo de la táctica militar que dejaría honda huella en la historia bélica. Perfecto ejemplo de acción envolvente, Aníbal consiguió la victoria sobre un ejército que le doblaba en numero porque convirtió al suyo en un conjunto estratégico flexible, en el que la caballería jugaba un papel fundamental. Los estrategas romanos, inferiores al caudillo púnico y apegados a tácticas de más de un siglo de antigüedad, tuvieron que sufrir el desastre de Cannas para introducir una mayor movilidad en el manejo de sus legiones.
Aníbal visto por los historiadores
El historiador griego Polibio, contemporáneo del general cartaginés, sostiene sobre él opiniones encontradas: "De todo cuanto de bueno o de malo sucedió a romanos y cartagineses fueron responsables un hombre y una mentalidad: Aníbal. Tan extraordinaria es la influencia de un hombre y de una mente adiestrados para acometer cualquier empresa dentro de los límites humanos (...)
"Durante 16 años ininterrumpidos, Aníbal combatió a Roma, sobre suelo italiano, sin dar reposo a su ejército, forrando a sus importantes tropas a una actuación ininterrumpida, dirigiéndolas como un experto piloto, haciendo gala de una gran paciencia con todos, incluyéndose a si mismo, aunque sus tropas eran heterogéneas, de diversa nacionalidad y raza... Pero eran tan extraordinarias sus dotes de mando que las grandes diferencias entre sus soldados no perturbaban la disciplina y eran ejemplares la obediencia y la diligencia con que se ejecutaban sus órdenes y deseos"... Pese a tan rendida admiración, Polibio le reprocha que fuera "extraordinariamente cruel" y "ávido de dinero" (Polibio, Historias, IX y XI).
Maharbal -hijo de Himilcon, uno de los generales preferidos de Amilcar Barca- amigo y compañero de armas de Aníbal desde las guerras ibéricas hasta el final de la II Guerra Púnica y el mejor jefe de su caballería, dicen que estalló indignado al no poder convencer al bárquida de que atacase Roma inmediatamente después de Cannas: "Evidentemente, los dioses no derraman todos sus dones sobre un sólo hombre. Sabes vencer, pero ignoras como se aprovecha la victoria"...
Muchos historiadores han creído que, efectivamente, Roma hubiera abierto sus puertas a Aníbal si se hubiera presentado ante ellas inmediatamente después de Cannas: "Aquella jornada de retraso salvó seguramente la ciudad y el imperio", opinaba Tito Livio historiador romano, dos siglos posterior al general bárquida. Livio no podía ocultar su admiración por Aníbal: "A un extraordinario valor ante el enemigo unía una gran serenidad para afrontar el peligro"; pero hallaba aspectos menos gloriosos en él, acusándolo de ser un hombre de inhumana crueldad, sin respeto alguno por "la verdad, ni la santidad, ningún temor hacia los dioses, ningún respeto hacia sus juramentos y escasos escrúpulos religiosos" (Livio, Décadas, XXI ,IV).
El gran historiador decimonómico Theodor Mommsen no oculta su admiración por Aníbal: "Estaba especialmente bien dotado de esa creatividad que es una de los rasgos característicos de la personalidad fenicia; gustaba de buscar y adoptar soluciones originales e inesperadas; las celadas y los ardides de todo tipo le eran familiares; era meticuloso y siempre estudiaba con suma atención los hábitos y costumbres de sus rivales. Había organizado un eficaz espionaje -incluso dentro de Roma- gracias al cual estaba siempre bien informado de las intenciones de sus enemigos (...) Cada página de la historia de su época pone de relieve sus extraordinarias dotes de general y de político... Fue un gran personaje, que causaba la general admiración donde quiera que estuviese..." (Mommsen, Historia de Roma, vol II).
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