DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 3

domingo, 22 de febrero de 2009

Don Zacarías arrancó a andar con nuevos bríos dispuesto a averigüar cual era el origen de ese llanto desconsolado y que, a todas luces, manaba de la garganta de alguna criatura muy joven. La sotana revoloteaba alrededor del cura que había acabado por emprender un trotecillo ligero y que, en menos de un minuto, le permitió avistar el blanco pilar de la fuente. Muy cerca, justo en mitad de la senda, yacía en el suelo una niña pequeña que lloraba amargamente al tiempo que, alternativamente, se frotaba una rodilla con extremo cuidado y se limpiaba los mocos y las lágrimas con el antebrazo. El agua, que derramaba alegremente el pilar, cruzaba el camino justamente en el sitio donde se encontraba la niña y las posaderas de ésta, y uno de sus costados, se encontraban debidamente embadurnados con el barro proviniente del lodazal que allí se formaba. Lo cabellos rubios de la criatura se enmarañaban alrededor de la cabeza y se le apegostaban en la cara con una mezcla de lágrimas, barro, mocos y algo de sangre que había llegado allí procedente de una pequeña herida que tenía en la rodilla. Don Zacarías reconocío a la chiquilla, se trataba de María, una criaturilla de unos seis años que vivía en el poblado, e inmediatamente acudió solícito junto a élla.

- ¡ María, María ! - la interpeló el cura - ¿ Qué te ha pasado chiquilla ? ¿ Te has echo daño ? ¿Donde?. -
María levantó los acuosos ojos rodeados de churretones y reconoció al cura; agachó la cabeza y, olvidándose de su herida, redobló sus llantos con más fuerza. Don Zacarías se asombró un poco pero, llevado por su espíritu práctico, inspeccionó a la niña y determinó que, aparte la herida, aparatosa pero sin importancia, y la mugre, no había más daños que lamentar. Pese a todo levantó a la niña del suelo con extrema suavidad y la llevó en sus brazos hasta el chorro de agua que, desde la fuente, caía incesantemente en el pilar. Empapó un pañuelo en el agua fresca y limpió la cara de la mocosa que, un poco más tranquila ante el comportamiento amable y suave del cura, había dejado de llorar y se limitaba a hipar profundamente.

- Esto no es nada, María - le susurraba casi Don Zacarías - Ya te he limpiado la cara. Veamos ahora esa pequeña herida de la rodilla. Tendremos que lavarla un poco. -

Al mencionar la herida, María se encogió temerosa pero Don Zacarías le asió la pierna con mano firme al tiempo que el pañuelo mojado iba limpiando un corte poco profundo y algunas erosiones.

- ¿ Ves ?. No es nada. Ya no sangra - la calmaba el cura - Ahora voy a tratar de quitarte todo el barro que pueda aunque con el vestido poco se podrá hacer. Supongo que a tu madre no le va a hacer ninguna gracia cuando te vea.

La cara de la niña se estiró pensando en la imagen de su madre cuando le echara la vista encima en semejante estado. Don Zacarías prosiguió con su labor de limpieza restregando con el pañuelo, y enjuagándolo bajo el chorro de agua a cada poco, hasta que con cara sonriente se retiró un poco de María y contempló satisfecho su labor; con lo que había no se podía hacer más, pensó el cura.

- ¡ Ea, María ! Se acabó - exclamó Don Zacarias - Te acompaño a tu casa para explicarle a tu madre lo ocurrido, así no se enfadará tanto..... por cierto María ¿ qué te ha ocurrido?-

Súbita e inesperadamente, María dejó de hipar y prorrumpió en nuevos llantos derramando copiosas lágrimas. El cura quedó sorprendido ante la reacción de la niña que él no comprendía y, tras unos instantes de perplejidad, una traviesa sonrisa iluminó su cara.

- ¡ Ah ! Acabáramos, Maria. Conque esas tenemos ¿eh ? - exclamó jovial Don Zacarías - Con que resulta que tú ibas con esa pandilla de pillastres que se ha propuesto terminar con las ventanas de mi casa. Y claro, corriendo como una loca te has caido y ha resultado ésto. Pués mira por donde, te has encontrado con la horma de tu zapato.

Ante las palabras socarronas del cura se intensificaron los llantos de María y Don Zacarías se alarmó ligeramente. Compadecido ante el sofocón de la niña decidió que lo mejor era tranquilizarla y olvidar el incidente.
- Bueno, María. Ya está. Deja de llorar - le dijo dulcemente Don Zacarías al tiempo que cogía en brazos a la niña y la acunaba contra el pecho - Ya ha pasado todo. Tampoco hay que darle tanta importancia a un cristal roto; ya pondré otro. Con ésto deberías aprender que quién a hierro mata, a hierro muere; si haces algo violento, esa misma violencia se vuelve contra tí. Ahora tranquilízate.

Don Zacarías acariciaba el cabello húmedo de María y ésta dejó de llorar volviendo nuevamente a sus hipos y suspiros.

- ¿ Vamos a casa ? - Preguntó el cura - Esa heridilla hay que terminar de limpiarla con algo más adecuado que mi pañuelo. ¿ Quieres?.-

- ¡ Zí ! - contestó María llevándose la mano a la rodilla. - Mamá ze va a enfadar. Me dijo que no me enzuciara la ropa. -

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