DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 6

domingo, 22 de marzo de 2009

No habían terminado aún el segundo y último plato del almuerzo cuando, desde la entrada a la casa, llegaron los típicos sonidos del descorrer de la tranca que aseguraba la puerta. Don Zacarías, que desde su posición podía ver la puerta al fondo del corredor, divisó un musculoso brazo con una camisa de manga corta que, introducido por el abierto postigo de la puerta, manipulaba hábilmente, sin necesidad de mirar, quitando el gancho de hierro que enclavaba la tranca y dejaba deslizar ésta, girando libremente sobre su gozne, hasta alcanzar la vertical. Acto seguido se abrió la puerta de par en par e hizo acto de presencia Domingo, el marido de Dolores. Su figura se recortó durante unos instantes contra la claridad de la calle mientras su ojos se acostumbraban a la ligera penumbra del corredor.

Mientras Domingo avanzaba por el corredor se fué despojando de la mascota que dejó colgada en el perchero junto a una raída chaqueta grís. La escasa estatura de Domingo contrastaba con los correosos bíceps de sus brazos que se prolongaban en un cuello, corto y poderoso como el de un toro, en el que llevaba anudado un pañuelo de hierba para el sudor; la cabeza, ahuevada, la tenía arropada por una escasa bufanda de pelo castaño que dejaba ver, en todo lo alto, una esplendorosa y pálida calva. Enfundaba sus piernas, ligeramente arqueadas hacia afuera, en unos amplios pantalones bolsones fabricados por Dolores con algunos retales de telas que no dieron para llegar nada más que hasta algo más arriba de los tobillos; una ajada y agrietada correa de cuero crudo conseguía mantener los pantalones en su sitio y evitaba que se salieran los faldones de la holgada camisa. Los numerosos remiendos y refuerzos de ambas prendas demostraban a las claras, junto con las alpargatas de lona amarillenta, que Domingo venía de trabajar en la mina.

Domingo penetró en la cocina y, al percatarse de la identidad del visitante, lo saludó jovialmente ofreciéndole una mano callosa y ruda que el cura se apresuró a apretar.

- ¡ Hombre, Don Zacarías ! - dijo Domingo - ¿Qué le trae por aquí ? ¿De visita a los feligreses?
- ¡ Pués sí, Domingo. Asuntos propios de mi ministerio. - contestó el cura - Y de paso Dolores me ha invitado de probar un magnífico cocido.-

- Don Zacarías ha venido a traernos a María que se había caído - terció Dolores - Aunque a mi parece que entre los dos se traen algún embrollo que me ocultan.-

Domingo se acercó a María y, al tiempo que le daba un beso, le preguntón inquieto:
- ¿Le ha pasado algo a mi pequeña princesa?.-
- No, no me ha pazado nada - contestó María.
- ¿Seguro que no ? - inquirió Domingo nuevamente.
- Bueno zí, la dodilla. Pero ya está curada y no duele.
-¿Y como te has hecho ésto? - le preguntó el padre a María mientras le inspeccionaba la rodilla.
- Mmm, me... me caí - repondió María balbuciendo.
- ¿ Así, sin más, te caiste?- preguntó Domingo.
- Zí - contestó María mientras bajaba la cabeza.
- Sí, se cayó al resbalar en el barro del pilar...estaba jugando allí...y dió con la rodilla en una piedra - Medió Don Zacarías al ver que la niña se encontraba acosada.

Sin dudarlo y con un deje irónico, Domingo se dirigió a Dolores:
- Mujer, tienes razón. Algo se traen entre manos estos dos. En fín, ellos sabrán y, en cualquier caso, supongo que el asunto...estará en buenas manos. ¿No, Don Zacarías?

Domingo dijo ésto cargando el tono en las últimas palabras mientras miraba, directamente y a los ojos, a Don Zacarías. El cura se revolvió algo inquieto pero para tranquilizar al hombre le dijo:

- Seguro, Domingo, seguro. No pasa absolutamente nada. María simplemente se cayó y yo atiné a pasar por allí y, al ver la herida de la rodilla, la traje a casa. No hay más.

- ¡ Ya !. Bueno, fío en su palabra Don Zacarías - dijo Domingo - Cambiando de tema. ¿ Como está esa pringá, señor cura ?. ¿Dolores, hay más ?. Huele a gloria bendita, si me permite el señor cura.

- ¡ Claro que hay !. Qué preguntas tiene este hombre. - respondió Dolores - Anda, lávate un poco y te aparto. ¡ Y cuida esa lengua, descarriado !.-

Domingo salió hacia el corral para hacer sus abluciones dejando trás sí un fuerte olor, a sudor y a vitriolo, que caracterizaba a todo aquél que trabajase zafreando en la mina para llenar continos con el mineral. El agua, percolando a través del terreno, disuelve los sulfatos de los azufrones y se torna ácida. Desde el techo de las galerías en la mina se produce un goteo contínuo, formando estalactitas y estalagmitas verdiazules de vitriolo, imposible de evitar cuando se trabaja en ellas, como era el caso de Domingo, y la acidez de esa agua destrozaba las ropas y el calzado y acababa confiriendo a la piel un aspecto casi cetrino amén de impregnarlo todo con un fuerte olor acre característico.

Mientras Domingo se aseaba en el patio, los niños y Don Zacarías terminaron de comer. Los niños, sin hacer mucho ruido y disimuladamente, volvieron a la calle. Dolores se afanaba en preparar la mesa disponiendo todo lo necesario para el almuerzo de su marido. Don Zacarías quedó ensimismado mientras mordisqueaba distraidamente algunas de las crujientes cortezas de pan que habían quedado sobre el hule de la mesa.

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