Alejandro Magno ( II )

lunes, 20 de abril de 2009

Alejandro fue creciendo mientras los macedonios aumentaban sus dominios y Filipo su gloria. Desde temprana edad, su aspecto y su valor fueron parangonados con los de un león, y cuando contaba sólo quince años, según narra Plutarco, tuvo lugar una anécdota que anticipa su deslumbrante porvenir. Filipo quería comprar un caballo salvaje de hermosa estampa, pero ninguno de sus aguerridos jinetes era capaz de domarlo, de modo que había decidido renunciar a ello. Alejandro, encaprichado con el animal, quiso tener su oportunidad de montarlo, aunque su padre no creía que un muchacho triunfara donde los más veteranos habían fracasado. Ante el asombro de todos, el futuro conquistador de Persia subió a lomos del que sería su amigo inseparable durante muchos años, Bucéfalo, y galopó sobre él con inopinada facilidad.


La doma de Bucéfalo

Sano, robusto y de gran belleza (siempre según Plutarco), Alejandro encarnaría, a los dieciséis y diecisiete años, el prototipo del mancebo ideal. En plena vigencia del amor dorio, ya enriquecido por Platón con su filosofía, y descendiente él mismo de dorios con un maestro que, a su vez, había sido durante veinte años el discípulo predilecto de Platón, no es difícil imaginar su despertar sexual. Ya mediante la recíproca admiración con el propio Aristóteles, ya proporcionándole éste otros muchachos como método formativo de su espíritu, no habría sino caracterizado, en la época y en la sociedad guerrera en que vivió, el papel correspondiente a su edad y condición.

Si, como sostenía Platón, este tipo de amor promovía la heroicidad, en Alejandro, durante esos años, el despertar del héroe era inminente. A sus dieciséis años se sentía capacitado para dirigir una guerra, y con dominio y criterio suficientes para reinar. Pudo muy pronto probar ambas cosas. Herido su padre en Perinto, fue llamado a sustituirlo. Era la primera vez que tomaba parte en un combate, y su conducta fue tan brillante que lo enviaron a Macedonia en calidad de regente. En 338 marchó con su padre hacia el sur para someter a las tribus de Anfisa, al norte de Delfos.

Desde el año 380 a.C., un griego visionario, Isócrates, había predicado la necesidad de que se abandonaran las luchas intestinas en la península y de que se formara una liga panhelénica. Pero décadas después, el ateniense Demóstenes mostraba su preocupación por las conquistas de Filipo, que se había apoderado de la costa norte del Egeo. Demóstenes, enemigo declarado de Filipo, aprovechó el alejamiento para inducir a los atenienses a que se armasen contra los macedonios. Al enterarse el rey, partió con su hijo a Queronea y se batió con los atenienses. Las gloriosas falanges tebanas, invictas desde su formación por el genial Epaminondas, fueron completamente devastadas. Hasta el último soldado tebano murió en la batalla de Queronea, donde el joven Alejandro capitaneaba la caballería macedonia.

Alejandro supo ganarse la admiración de sus soldados en esta guerra y adquirió tal popularidad que los súbditos comentaban que Filipo seguía siendo su general, pero que su rey ya era Alejandro. Quinto Curcio cuenta que después del triunfo en Queronea, en donde el príncipe había dado muestras, pese a su juventud, de ser no sólo un heroico combatiente sino también un hábil estratega, su padre lo abrazó y con lágrimas en los ojos le dijo: «¡Hijo mío, búscate otro reino que sea digno de ti. Macedonia es demasiado pequeña!».

Terminadas las campañas contra tracios, ilirios y atenienses, Alejandro, Antípatro y Alcímaco fueron nombrados delegados de Atenas para gestionar el tratado de paz. Fue entonces cuando vio por vez primera Grecia en todo su esplendor. La Grecia que había aprendido a amar a través de Homero. La tierra de la cual Aristóteles le había transmitido su orgullo y su pasión. En su breve permanencia le fueron tributados grandes honores. Allí asistió a gimnasios y palestras y se ejercitó en el deporte del pentatlón, bajo la atenta y admirativa mirada de los adultos, que transformaban estos centros en verdaderas «cortes de amor». Allí estuvo en contacto directo con el arte en pleno apogeo de Praxíteles y con los momentos preliminares de la escuela ática.

El asesinato de Filipo

Filipo, entretanto, había reunido bajo su autoridad a toda Grecia, con excepción de Esparta. En el 337, a los cuarenta y cinco años, arrastraba una pasión desde su paso por las montañas del Adriático, y no dudó en volver a Iliria en busca de Atala, la princesa de quien se había enamorado. Después de veinte años de matrimonio (aunque muy pocos de ellos estuvo cerca de su mujer y las desavenencias fueron cada vez más crecientes), tampoco dudó en repudiar a Olimpias y celebrar una nueva boda con Atala.

Alejandro, que amaba a su madre, no soportó aquella ofensa que el rey infería a su legítima esposa. A pesar de ello, fue obligado a asistir al banquete nupcial. Durante la ceremonia criticó la actuación de su padre, y éste, ebrio, llegó a amenazarlo con su espada. Indignado, herido en su amor propio, el príncipe corrió al lado de su madre y le rogó que huyese con él. Con algunas pocas personas fieles, madre e hijo dejaron Pela para refugiarse en el palacio de su tío Alejandro, rey de Molosia en sucesión de su abuelo materno.

Allí vivieron hasta que Filipo, dando muestras de arrepentimiento, prometió tributar a la reina los honores que le correspondían. Sin embargo, aunque Olimpias accedió, es muy posible que ya conspirara con Pausanias para la perpetración de su venganza contra Filipo y la cristalización de sus ambiciones de regencia. Pocas semanas después (era ya la primavera del año 336) regresaron todos a Epiro, incluido Filipo. Se celebraba la boda de su hija Cleopatra con Alejandro de Molosia, tío de la novia. Durante la procesión nupcial, Filipo II fue asesinado por Pausanias.


El asesinato de Filipo

Parece claro que Olimpias participó (acaso fue la mentora) en el asesinato del rey. Pero Alejandro, ¿fue ajeno? A sus veinte años se hacía con el reino de Macedonia: casi un designio divino para comenzar por fin la vida de gloria a la que se sentía destinado. Y en seguida puso manos a la obra. En primer término (aquí Quinto Curcio Rufo dice que «dio castigo, por él mismo, a los asesinos de su padre», pero no parece fiable), hizo eliminar a todos aquellos que pudieran oponérsele. No había acabado el año 336 cuando en la asamblea popular de Corinto se hizo designar «Generalísimo de los ejércitos griegos».

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