Alejandro Magno ( IV y última )

domingo, 26 de abril de 2009

Al regresar por el extremo occidental del delta, fundó, en un admirable paraje natural, la ciudad de Alejandría, que se convirtió en la más prestigiosa en tiempos helenísticos. Para determinar su emplazamiento contó con la inspiración de Homero. Solía decir que el poeta se le había aparecido en sueños para recordarle unos versos de la Ilíada: "En el undoso y resonante Ponto / hay una isla a Egipto contrapuesta / de Faro con el nombre distinguida." En la isla de Faro y en la costa próxima planeó la ciudad que habría de ser la capital del helenismo y el punto de encuentro entre Oriente y Occidente. Como no pudieron delimitar el perímetro urbano con cal, Alejandro decidió utilizar harina, pero las aves acudieron a comérsela destruyendo los límites establecidos. Este acontecimiento fue interpretado como un augurio de que la influencia de Alejandría se extendería por toda la Tierra.


Alejandro traza los límites de la futura Alejandría

En la primavera de 331 ya hacía tres años que había dejado Macedonia, con Antípatro como regente; pero ni entonces ni después parece haber pensado en regresar. Prosiguió su exploración atravesando el Éufrates y el Tigris, y en la llanura de Gaugamela se enfrentó al último de los ejércitos de Darío, llevando a su fin, en la batalla de Arbelas, a la dinastía aqueménida. Las impresionantes tropas persas contaban en esta ocasión con una aterradora fuerza de choque: elefantes.

Parmenión era partidario de atacar amparados por la oscuridad, pero Alejandro no quería ocultar al sol sus victorias. Aquella noche durmió confiado y tranquilo mientras sus hombres se admiraban de su extraña serenidad. Había madurado un plan genial para evitar las maniobras del enemigo. Su mejor arma era la rapidez de la caballería, pero también contaba con la escasa entereza de su contrincante y planeaba descabezar el ejército a la primera oportunidad. Efectivamente, Darío volvió a mostrarse débil y huyó ante la proximidad de Alejandro, sufriendo una nueva e infamante derrota. Todas las capitales se abrieron ante los griegos. Mientras entraba en Persépolis, Alejandro mandó ocupar casi de forma simultánea Susa, Babilonia y Ecbatana. En julio de 330, Darío moría asesinado. Beso, el sátrapa de Bactriana, había ordenado su ejecución después de derrocarle.


Alejandro Magno y Roxana (1756), de Pietro Rotari

Alejandro sometió entonces las provincias orientales y prosiguió su marcha hacia el este. Muchas fueron las anécdotas y leyendas que a partir de entonces fueron acumulándose alrededor de este semidiós que parecía invencible. La historia da cuenta de que vistió la estola persa, ropaje extraño a las costumbres griegas, para simbolizar que era rey tanto de unos como de otros. Sabemos que, movido por la venganza, mandó quemar la ciudad de Persépolis; que, iracundo, dio muerte con una lanza a Clito, aquel que le había salvado la vida en Gránico; que mandó ajusticiar a Calístenes, el filósofo sobrino de Aristóteles, por haber compuesto versos alusivos a su crueldad, y que se casó con una princesa persa, Roxana, contraviniendo las expectativas de los griegos. Alejandro incluso se internó en la India, donde hubo de combatir contra el noble rey hindú Poros. Como consecuencia de la trágica batalla, murió su fiel caballo Bucéfalo, en cuyo honor fundó una ciudad llamada Bucefalia.

El regreso

Pero su ejército, a medida que se iban fundando nuevas Alejandrías a su paso, fue perdiendo hombres. Éstos se sentían agotados, debilitados, hasta que en 326, al llegar a Hifasis (el punto más oriental que llegaría a alcanzar), tuvo que reemprender el camino de regreso tras el amotinamiento de sus soldados. Durante el regreso, el ejército se dividió: mientras el general Nearco buscaba la ruta por mar, Alejandro conducía el grueso de las tropas por el infernal desierto de Gedrosia. Miles de hombres murieron en el empeño. La sed fue más devastadora que las lanzas enemigas. Aunque diezmado, el ejército consiguió llegar a su destino, y con la celebración de las bodas de ochenta generales y diez mil soldados se dio por terminada la conquista de Oriente.

Ya en Babilonia, no dudó en mandar ejecutar a los macedonios que se le oponían. Tenía como proyecto la creación de un nuevo ejército formado por helenos y bárbaros para abortar así las tradiciones de libertad macedonias. Quería construir una nación mixta, y asumió el ritual aqueménida mientras buscaba y obtenía el apoyo de familias orientales. Creía asegurar de esta forma el éxito de sus planes de dominación universal. A pesar de que prosiguió sus campañas y continuó proyectando otras nuevas hasta que, en su lecho de muerte, ya no pudo hablar, hubo un hecho, sin embargo, que desmoronaría todas sus certezas: la muerte de Hefestión.

Alejandro se había casado con Roxana durante una campaña en Bactra, de cuya unión nacería póstumamente Alejandro IV, su único hijo. También se casó con Estatira, en Susa, cuando, llevado por su afán de integración racial, hizo celebrar varios matrimonios entre sus soldados macedonios y mujeres orientales. Estatira era la hija mayor de Darío III; Dripetis, casada también entonces con Hefestión, la menor. Confiaba en Tolomeo, pariente suyo (quizá su hermanastro) y oficial de su alto mando. También tenía en Nearco, uno de sus oficiales, un camarada y amigo desde la infancia. Pero Hefestión había sido más que todos ellos: su amigo, tal vez su amante, pero sobre todo un hombre inteligente que compartía sus ideas de estadista; ambos experimentaban una admiración recíproca.


Las bodas de Susa: Alejandro se casó
con Estatira; Hefestión, con Dripetis

La muerte de Hefestión en octubre de 324, mientras se hallaban en Ecbatana, le causó un dolor tan hondo que él mismo fue decayendo hasta su propia muerte, ocurrida pocos meses después. En 325, al volver de la India, durante su marcha a lo largo del Indo había recibido una peligrosa herida en el pecho; su regreso por el desierto de Gedrosia en condiciones extremas volvió a quebrantar su salud. Casi al final del verano de 324, decidió descansar una temporada y se instaló en el palacio estival de Ecbatana, acompañado por Roxana y su amigo Hefestión. Su esposa quedó embarazada. Su amigo enfermó repentinamente y murió. Alejandro llevó el cuerpo a Babilonia y organizó el funeral de Hefestión.

Inició de inmediato una nueva campaña explorando las costas de Arabia. Mientras navegaba por el Bajo Éufrates contrajo una fiebre palúdica que sería fatal. Antes de morir, en junio de 323, en un todavía imponente pero ya derruido zigurat de Bel-Marduk, Alejandro, ya menos imponente, entregó su anillo real a Pérdicas, su lugarteniente desde la muerte de Hefestión. Alejandro tenía treinta y tres años. A su lado estaba Roxana. Estatira permanecía en Susa, en el harén del palacio de su abuela Sisigambis. Tras las murallas que guardaban la ciudad interior, seguía fluyendo el Éufrates. Aquel mismo día, libre de fabulosas esperanzas, sin nada que legar a los hombres excepto su mísero tonel, con casi noventa años, moría también en Corinto su desabrida contrafigura, el ceñudo filósofo Diógenes el Cínico.

El extraño fenómeno de la no corrupción del cuerpo de Alejandro, más notable aún con el calor imperante en Babilonia, habría dado pie, en tiempos cristianos, al creer que se trataba de un milagro, a santificarlo. En el siglo IV a.C. no existía una tradición semejante que atrajera la atención de los hagiógrafos. Tal vez la explicación más acertada es que su muerte clínica ocurrió mucho después de lo que se creyó entonces.

Alejandro IV, su hijo, y Roxana, su esposa, fueron asesinados por Casandro cuando el niño tenía trece años, en el 310 a.C. Casandro era el hijo mayor de Antípatro, regente al partir Alejandro Magno al Asia, y después de ese asesinato fue rey de Macedonia. Cleopatra, su hermana, siguió gobernando Molosia durante muchos años después de que el rey Alejandro muriese. Olimpias, su madre, disputó la regencia de Macedonia con Antípatro y en el 319 a.C. se alió con Poliperconte, el nuevo regente; cuando había conseguido el objetivo perseguido durante toda su vida, fue ejecutada en el 316 a.C. en Pidnia. Tolomeo, oficial de su alto mando, sería más tarde rey de Egipto, fundador de la dinastía de los Tolomeos y autor de una Historia de Alejandro.

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