Afuera, en el corral, se oía el piar de las golondrinas que entraban y salían en el nido, que habían construido bajo el alero del tejado, en un rincón cerca de la ventana de la habitación de los niños, y Domingo, por lo bajini y con algo de estilo, entonaba algunas estrofas de un fandango de Huelva mientras el agua limpia de un aguamanil arrastraba la tizne de la mina.
Por ver si la divisaba,
por ver si la divisaba,
subí al campanario.
Y como no llegaba,
y como no llegaba,
a “desgraná” comencé un rosario.
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El cura oía con agrado la aguda voz de Domingo que tenía fama en la zona debido a que cuando se arrancaba, cosa que no era lo frecuente que sus amigos deseaban, lograba llegar con sus cantes a lo más profundo de las embrutecidas almas mineras y conmoverlas. Fandangos, verdiales y malagueñas fluían, en esas ocasiones, desde los más hondo de su garganta, ciertamente enronquecida por el polvo de sílice aspirado en la mina, dejando aflorar sentimientos y emociones que todos los mineros llevaban encerrados en las herméticas arcas de sus corazones.
Domingo terminó sus abluciones y, con el torso desnudo, se sentó a la mesa donde ya humeaba el correspondiente plato de cocido. Don Zacarías, repatingado en la silla y con un codo sobre la mesa, era presa del sopor producido por la digestión del abundante cocido ingerido adobado con los sones de Domingo y comenzaban a pesarle los párpados entornándolos de forma sospechosa. Mientras tanto, Dolores se afanaba en un lebrillo de brillante color miel, colocado sobre el poyo anafe, fregando platos y cucharas.
Fume usted, Don Zacarías – dijo Domingo al tiempo que colocaba ante el cura la petaca, el librillo y el mechero de yesca amarilla – Líese un buen cigarro que este colchón de tabaco está recién traido del estanco de Nerva, muy fresco. –
El cura no se hizo de rogar y, extrayendo una hoja de papel del librillo blanco y negro se lo pegó en el labio inferior mientras con las dos manos abría la petaca. Se escanció una generosa ración de tabaco sobre la palma de la mano izquierda y centró su atención en deshacer la picadura y entresacar alguna que otra estaca. Cuando estuvo satisfecho con el estado del tabaco se retiró del labio la hoja de papel y, con los dedos de la mano derecha, le dió forma acanalada sobre la que repartió el tabaco uniformemente; con movimientos ágiles de los dedos enrolló el papel dándole el aprieto necesario y finalmente, una vez aplastadas convenientemente las puntas, humedeció con la lengua el filo del papel y lo pegó sobre sí mismo.
Don Zacarías examinó el cigarro sopesándolo y se lo pasó bajo los hollares de la naríz mientras sonreía.
- ¡ Pués sí que huele bien este tabaco, Domingo ! – le dijo al minero mientras desenrrollaba del mechero la larga yesca y accionaba la fresa que, con alegre chisporroteo, hizo prender la mecha. Don Zacarías, con un bufido, avivó la lumbre y, sin más dilación, se puso el cigarro en la boca y lo prendió. Exhaló por la boca y la nariz, simultáneamente, una densa humareda blanca que se mezcló con el humo azul que ascendía del cigarro mientras lo sostenía entre los dedos índice y pulgar de la mano izquierda. - ¡ Y sabe mejor que huele ! –
Ya le digo, traído ayer del estanco – recalcó Domingo que estaba ya dando fín a la pringá – Me lo trajo el pobre Teodomiro que ahora hace de recadero para ganarse algunos céntimos.
Don Zacarías rebulló en su silla haciendo restallar las resecas tonizas. La sola mención del nombre de Teodomiro hizo que cambiase el semblante del cura al que, de bailarle en la cara una sonrisa de satisfacción, le apareció repentinamente una expresión sombría y taciturna. Teodomiro era un minero experimentado, con muchos años de mina a sus espaldas al que muchos pedían consejo para la realización de los trabajos; sus opiniones eran siempre tenidas en cuenta por sus jefes que con frecuencia confiaban en su sexto sentido para percibir el peligro, tan traicionero muchas veces y tan oculto como el mismo mineral, en la mina. Don Zacarías y Domingo quedaron inmóviles y silenciosos alrededor de la mesa rumiando para sus adentros los acontecimientos pasados.
Hacía unos meses que Teodomiro había sufrido un accidente que a punto estuvo de costarle la vida y que, debido a las numerosas fracturas sufridas, le había dejado tullidas las dos piernas. En la mina se estaba abriendo una galería principal, la Santa María, que iba directa al corazón de una nueva masa de mineral que se había detectado con sondeos previos, las voladuras de avance eran contínuas. Cuando se iba a realizar una de éstas, Teodomiro ordenó a Antonio, el dinamitero encargado de encender la mecha y permanecer debidamente a resguardo de la explosión, que subiese con los demás en la jaula ya que él se iba a encargar de aquel menester. Antonio, un poco extrañado pero agradecido por tener ocasión de respirar aire fresco, ascendió con el resto de la cuadrilla y se quedó en los alrededores del malacate, esperando que saliese el disparo para volver a bajar al tajo y continuar con la labor.
La mañana de primavera era clara y diáfana, un tibio sol calentaba la espalda del dinamitero que, indolentemente recostado sobre la puerta de la casa de máquinas del malacate, fumaba un cigarro mientras charlaba con el maquinista. Este recibió a través de la campana, con los toques convenidos, el aviso que enviaba Teodomiro desde abajo para que pusiese en marcha la sirena de vapor que anunciaba la inminencia de una voladura. Sin dilación, el maquinista manipuló unas espitas y la sirena dejó oír su penetrante quejido que se reforzaba con el eco de la corta cercana. Al poco, el suelo tembló bajo los piés de los hombres y después, por la boca del pozo, se dejó oír un trallazo seco.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 7
domingo, 5 de abril de 2009Publicado por jepane en 7:27
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