DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 16

domingo, 31 de mayo de 2009

El cura, percibiendo el vello erizado en su espalda, se lanzó a su petición dando toda clase de explicaciones y solicitando que le permitiesen adecuar aquella vivienda como pequeña iglesia para la comunidad. Naturalmente él realizaría, personalmente y a sus expensas, todas las modificaciones que fuesen necesarias. Don Lalín escuchó toda la perorata con gesto serio y atento sin interrumpir, contra su costumbre, ni una sola vez; cuando Don Zacarías terminó de hablar el director permaneció en silencio y con la mirada fija en la chimenea. Parecía meditar acariciando su copa entre las manos; el cura podía oír golpear su corazón al galope en el pecho mientras el director percibía los engranajes de su cabeza girando a toda velocidad.

- ¡Don Zacarías, tengo una idea! – rompió al fín su mutismo el director mientras esbozaba una sonrisa – Pero me temo que, antes de exponérsela a usted, tengo que atar algunos cabos por lo que, a fuer de parecer descortés, le ruego tenga un poco de paciencia y confíe en mí. En un plazo no más largo de una semana tendrá noticias mías y casi puedo asegurarle que serán buenas. ¿Qué me dice? -

- El que espera lo mucho bien puede esperar lo poco – contestó Don Zacarías sorprendido por la salida del director; el cura se temía que el director contestase negativamente a su petición, y, confiando en Dios, creía que iba a recibir una respuesta afirmativa, pero aquella ambigüa esperanza le desconcertaba. – Tenga por seguro que cualquier cosa que pueda hacer en este sentido será buena y el beneficio será general. Esperaremos.

- ¡ Bien, magnífico ! – contestó el director mientras, con algunas dificultades, extraía un espléndido reloj pendiente de una brillante cadena sujeta a un ojal del chaleco y, catapultando la tapa, consultaba la hora.- Yo le avisaré. Ahora creo que si no hay nada más .....¡Ah! Lo olvidaba. Me han llegado noticias de que usted aprecia el buen tabaco.....

Don Zacarías apreciaba el buen y el mal tabaco; en realidad apreciaba cualquier tabaco que hubiese en las, raras para él, ocasiones en que lo había. Don Lalín cogió de la repisa de la chimenea una caja de ébano y, levantando la tapa, la puso ante el cura ofreciéndole una impresionante batería de Montecristo Nº 5 ; el olor del tabaco fresco dilató las fosas nasales del cura que, sin resisirse a la tentación, alargó la mano y cogió una de aquellas joyas cubanas. El director cogió otro puro y, con mano experta y lento ceremonial, fue dejando ver al cura como utilizar el cortador para después, con unas largas cerillas de madera, calentarlo y, por fín, prenderlo. Los dos hombres exhalaban ya grandes y blancas bocanadas de oloroso humo cuando Don Lalín abrió los brazos con gesto de impotencia.

- Sintiéndolo mucho, Don Zacarías, hay asuntos urgentes que debo atender. Lamento no poder charlar ahora más con usted pero la obligación... ya sabe....si hubiese algo más, avíseme por favor.

El cura se levantó del butacón y dió algunos pasos dubitativos, el Sandeman dejaba notar sus efectos; Don Lalín mentalmente se anotó varios puntos en el ábaco desu haber y, para completar el tanteo, cogió de la caja de ébano otro par de Montecristo y, con cierta repugnancia al tocar la sotana, se los introdujo en el bolsillo.

- Tenga ésto, seguro que le hará más corta y agradable la espera- dijo guiñando un ojo el director mientras le franqueba el paso por la enorme puerta del despacho – Y ahora...si me disculpa. Ha sido todo un placer charlar con usted. Lo repetiremos. -

- ¡ Dígame una cosa, Don Lalín ! – dijo inesperadamente Don Zacarías después de haber traspasado la puerta y encarándose con el director - ¿Qué hay de cierto en lo que se dice de que la mina se agota, que no hay mineral?

El director se quedó lívido e incluso apareció un ligero temblor en su barbilla que disimuló rápidamente con un ataque de tos fingido. Mientras tanto su cerebro trabajaba a toda velocidad tratando de dilucidar hasta donde podía llegar la información que tuviese el cura; ante la imposibilidad de saberlo, decidió cortar por lo sano no dejando ninguna sombra de duda.

- ¡ Eso es una tontería !. ¡ Qué disparate ! Lo que ocurre es que los filones actualmente en explotación sí que están prácticamente agotados pero hemos descubierto uno nuevo, con una riqueza incalculable, y hacia él vamos a toda máquina; hay algunos problemas técnicos que se están solucionando sobre la marcha.....pero, en fín, son cosas que usted, Don Zacarías, no comprendería....Usted debe ocuparse de las cosas de las almas, que es su especialidad, y déjenos a nosotros solucionar los asuntos terrenales que, como comprobará, sabemos hacerlo muy bien. ¿Agotada la mina?. ¡Já, já, já...!. De ninguna manera señor mío. ¡ Qué barbaridad !.

- Perdone, no quise molestar. – dijo Don Zacarías un poco cohibido por el tono casi autoritario exhibido por el director y, ante la sugerencia de que se dedicase a sus cosas, arrió velas – Solo es que lo escuché en la calle y me picó la curiosidad....Naturalmente quien va saber más de ésto que usted mismo ¿Verdad ?.-

- Verdad, Don Zacarías, verdad – contestó Don Lalín – Y ahora no se preocupe con habladurías de gente ignorante. Espere a la semana que viene....y ¡ que disfrute de los Montecristo !. Téngame presente en sus oraciones. -

Diciendo ésto Don Lalín se dió media vuelta entrando en el despacho y cerrando la puerta. Don Zacarías quedó solo en la galería acristalada; si la puerta hubiese sido más delgada, y el cura hubiera tenido la curiosidad de aplicar la oreja, podría haber escuchado como Don Lalín impartía por el teléfono media docena de órdenes secas y tajantes. En lugar de éso, Don Zacarías se aproximó a los cristales y contempló durante unos instantes el maravilloso jardín extasiándose ante la perfección del trazado; indudablemente Dios inspiraba algunas veces a los hombres. Unos pasos apagados y apresurados sobre el suelo de corcho le hicieron salir de su hierática contemplación y se puso en marcha hacia la salida; antes de bajar por la escalinata se cruzó con el Jefe de la Sala de Dibujo, que lo saludó con leve inclinación de cabeza, y, tras los golpes de rigor en la puerta, se introdujo en el despacho del director.

Don Zacarías salió a la calle y admiró la clara luz del sol y los intensos colores de flores y plantas. El frescor de los jardines llenó sus fosas nasales con el olor de la tierra vegetal mullida y húmeda. Todo había ido bien, muy bien, ¿Qué más podía esperar de aquel día?. Mil pesetas para Teodomiro, posiblemente se le concedería la casita para transformarla en iglesia y, además, no había porque alarmarse con lo de la mina que seguiría trabajando mucho tiempo. El mismísimo director lo había dicho alto, fuerte y claro. Había mineral, mucho mineral. Y era hombre honrado, se podía fiar uno de él aunque circulasen historias que lo desmerecían.

Se contaba por ahí que, una vez al mes Don Lalín, se trasladaba en su viejo y negro Ford hasta el club de los ingenieros ingleses en las vecinas minas de Rio Tinto. Allí solía atiborrarse de whisky hasta que lo rezumaba por todos los poros de la piel. Generalmente su chófer tenía que ayudarlo a subir al automóvil y decían que, en cierta ocasión, era tal su falta de orientación que se empeñó en entrar por el techo del vehículo; el chófer tuvo que echar mano de todo su poder de disuasión y fuerza para hacerlo entrar por la puerta. Con toda seguridad, en opinión de Don Zacarías, ésto no era nada más que una sarta de exageraciones y mentiras. Don Lalín era un hombre conocedor de los placeres de la vida, como el cura había tenido ocasión de comprobar, y era lógico que mantuviese contacto con gente de su mismo nivel cultural y tendencias. Alguna celebración habría dado pié a aquella historia siendo posteriormente exagerada.

De retorno a su casa, el cura pasó por la Teodomiro para hacerle entrega del dinero. El hombre, abrazado a toda su familia, no pudo contener las lágrimas que le rodaron por las mejillas mojando su piel reseca y curtida por el vitriolo; al día siguiente, acompañado por su mujer y sus hijos y con las escasas pertenencias de la familia empaquetadas a lomos de una mula prestada, emprendió el camino de Nerva para instalarse definitivamente allí. Con el paso del tiempo Teodomiro recuperó el tiempo de sol que había perdido sumergido en la oscuridad de la contramina y dedicaba largas horas, sentado en la resolana, a trenzar las hojas secas de palmitos para fabricar la blanca toniza que luego cubrirían asientos de sillas de madera torneada.

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