La lechosa claridad del alba, extendiéndose por el horizonte, sorprendió los irritados ojos del cura con el diario milagro del amanecer que define contornos y evapora tinieblas. Estaba cansado, muy cansado. Había recorrido mucho camino y había avanzado poco; quizás la senda había tenido muchas vueltas y revueltas. Desde que salió del Seminario, joven, ilusionado y bisoño, había sido destinado a pequeñas poblaciones rurales donde, a fuerza de batallar con gente sencilla pero tosca, fueron, poco a poco, desdibujándose las ideas que tan firmemente creía arraigadas en él cuando se encontraba entre sus mentores.
Las muchas miserias vistas le habían convencido de que la mayoría de la gente había de dedicar todo sus esfuerzos para sobrevivir en un mundo cruel donde el débil y el pobre llevaban todas las de perder. ¿Quién era él, un cura al que habían mostrado un Dios justiciero, vengativo, rodeado de una Iglesia imponente, rígida, incomprensiva, para acusar como pecador a un labrador o a un minero, que llegaba a su casa partido en dos por una jornada extenuante de trabajo, y que, el domingo descansaba en su casa, entre sus amigos o en la taberna bebiendo un vino que lo tonificaba, y no iba a una misa donde ese Dios lo aplastaría aún más por sus horrendos errores?. No, Don Zacarías estaba convencido de que Dios comprendía a estos hombres; sabía de los infiernos por los que atravesaban, de las pocas armas con las que contaban en esta desigual lucha con la vida y no deseaba para ellos los castigos que la Iglesia oficial proclamaba a los cuatro vientos. Dios, con su bondad infinita, era justo pero no verdugo.
Don Zacarías, pués, no propaló las enseñanzas del Seminario. Su mensaje fue el de la bondad, el de hacer el bien al prójimo, sin necesidad de caer en normas, allí donde se necesite. Muchas veces, y muchos, abusaron de su generosidad; muchas noches su vacío estómago rugió por el mendrugo de pan que, horas antes, había dado para que comiera alguna escuálida criatura mientras su padre se gastaba el jornal jugando a las cartas. El cura sabía que los hombres, apaleados por la vida, se endurecían y se acorazaban pero estaba convencido de que, si perseveraba en su entrega a los demás, acabarían siendo, al menos los más próximos, más hermanos, mejores hombres en definitiva. Su éxito había sido escaso hasta el momento y él lo sabía.
Pero ahora Dios le ofrecía una oportunidad; nunca antes había tenido un lugar donde enseñar a los niños que todavía, afortunadamente, no habían escondido su corazón tras los pétreos paramentos con los que lo guarecían los adultos. En la nueva iglesia podría educar a los jóvenes, hacerles conocer ese Dios que, con tanta atención, le escuchaba a él. Enseñándoles a leer y a escribir les abriría las puertas del conocimiento que, por ahora, permanecían cerradas a cal y canto para todos ellos. Don Zacarías, en su mente cada vez más despejada del abotargamiento producido por la noche al raso, vislumbraba un futuro que, arrancando de la nueva iglesia, conducía a la catedral del Universo.
Con el sol ya bien afirmado por encima del horizonte, Don Zacarías no pudo reprimir la tentación de ir a contemplar el inicio de las obras. Cuando llegó a la explanada elegida, se situó bajo un pino, de tronco renegrido y copa maciza, quedando arrobado. Una brigada de hombres trabajaban ya allí desde primera hora de la mañana. Los topógrafos hacían mediciones y se clavaban estacas en el suelo que luego eran unidas entre sí mediante líneas trazadas con cal. Algunos hombres cavaban entre estas las líneas abriendo zanjas que, evidentemente, constituirían los cimientos principales del edificio. Sin decir palabra, pués pensaba que no debía interrumpir aquella sinfonía tan bien orquestada, Don Zacarías pasó allí toda la mañana contemplando la parafernalia propia de una obra arquitectónica.
Día a día, y casi minuto a minuto, el cura presenciaba como serealizaba el conjuro de los constructores quienes, mezclando armoniosamente el ladrillo y la argamasa, materializaban paulatínamente las formas ideadas por los proyectistas sobre los planos. Se rellenaron los cimientos y, sobre ellos, se elevaban ya los muros de la pequeña nave rectangular central de la iglesia; a la par, se adosaron tres contrafuertes exteriores a cada muro y, entre cada contrafuerte, se dejaron huecos horizontales para los ventanales que inundarían de luz el edificio. A estos mismos muros se adosaron dos pequeñas dependencias, una a cada lado, que servían una, como entrada de servicio, y otra, como sacristía, respectivamente. El cuerpo central se cubrió con un tejado a dos aguas.
La siguiente semana la pasó Don Zacarías embelesado en la construcción del ábside de la nave central. Una nave, más pequeña que la central, intersectaba con ésta formando crucero y sus esquinas exteriores se redondearon con suaves medios puntos; justo en el centro de la intersección se construyó la mesa del altar rematada con una gran piedra de mármol. El cura comenzó a sentirse empequeñecido junto a la obra que se estaba ejecutando. Todo aquello se le había ido de las manos; de vez en cuando, volvía a su memoria la imagen de la humilde casita, que había pedido para remodelarla como iglesia, y acariciaba la idea con nostalgia y cierta melancolía. No era que no se alegrase por lo que se estaba haciendo, muy al contrario pero....tal vez....quizás....todo ésto le viniese a él excesivamente grande.
Don Zacarías recibió un día, enviada en un coche desde el Obispado en la capital, una caja de madera de regulares dimensiones encomendada a su nombre. Intrigado por conocer el contenido, y dado el peso del bulto, se dirigió a la casa de Domingo, que le quedaba próxima, y, con la sola presencia de Dolores, procedió a su apertura. Armado de martillo y tenazas, estuvo luchando un buen rato hasta lograr levantar la tapa de la caja y echar un vistazo al contenido.
Al cura se le aceleró la respiración cuando, con mano trémula, fué extrayendo el contenido de la caja; con cuidado desdobló un alba tan nívea que Don Zacarías entornó un poco los ojos y casi se le cae al suelo el cíngulo que venía enrollado en su interior. Le siguió una casulla y su correspondiente estola, ambas de raso verde bordadas; el hombre no sabía donde depositar las prendas por miedo a que se manchasen y Dolores las fué poniendo, sobre su cama, debidamente extendidas. A continuación sacó una sotana nueva, negrísima, que al ponérsela por delante Don Zacarías, para probársela, convirtió en grís claro el color de la suya. Dolores no pudo reprimir una carcajada y el cura solo atinó a emitir un gruñido que pudo significar cualquier cosa, desde aceptación de la chanza hasta profundo cabreo.
Ahondando un poco en la caja afloró un candelabro plateado, de más de medio metro de altura, cuya caña simulaba una columna del templo de Salomón y, a su lado, se encontraba un grueso cirio pascual decorado con pinturas. Otra pequeña y pesada cajita de madera constituían el final del cargamento; al abrirla Don Zacarías extrajo un sagrario, forrado con chapas de cobre batido, y una pequeña llavecita, colocada en el ojo de la cerradura, daba la clave para poder girar su puerta. Al hacerlo, apareció en su interior un cáliz, tambien de cobre batido, brillantemente pulido y coronado por una patena.
Dolores contemplaba todo aquello con ojos redondos como platos pués nunca en su vida había visto, y mucho menos tocado, un tejido como el raso verde de la casulla y el hecho de que estuviese bordado rebasaba con mucho su poder de imaginación. Don Zacarías, superada su inicial sorpresa, se debatía en el seno de la duda; no sabía donde iba a guardar todo éso hasta que fuese necesario, finalmente resolvió volver a embalarlo todo y, de acuerdo con Dolores, dejarlo en la casa bajo firme promesa de no mostrarlo a nadie. Cuando se disponía a meterlo todo en la caja descubrió, en el fondo, un sobre que iba a su nombre, lo rasgó y extrajo una nota que decía:
Querido Zacarías:
No sé bien como lo has hecho pero enhorabuena, Mastuerzo.
Dios te bendiga.
Nos veremos pronto.
Manolo.
Con un rápido gesto, nota y sobre desaparecieron en el bolsillo de la sotana de Don Zacarías sin que a Dolores le diera tiempo a echar un vistazo aunque el gesto era inútil puesto que la matrona no sabía leer. Entre los dos embalaron nuevamente todo lo recibido, excepto la nueva sotana que Don Zacarías, como medida de precaución ante posibles choteos, decidió llevársela directamente a su casa.
DON ZACARIAS ( de MIGUEL LOPEZ DELGADO) 19
sábado, 13 de junio de 2009Publicado por jepane en 9:08
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