El 20 de noviembre de 1945 el Tribunal Militar Internacional puso en marcha el Proceso de Núremberg. Los gobiernos aliados y los supervivientes de la devastación de la II Guerra Mundial sentían la necesidad moral de juzgar, condenar y castigar a los autores de los crímenes más atroces que habían conocido los siglos.
Cinco meses de la rendición de Alemania
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Poco más de cinco meses después de la capitulación de Alemania, cuando en todo el país y en casi toda Europa todavía humeaban las ruinas y el continente era un inmenso erial, el 20 de noviembre de 1945 el Tribunal Militar Internacional puso en marcha el Proceso de Núremberg.
En los días siguientes al fin de la guerra, los líderes más buscados de la maquinaria nazi habían ido cayendo en manos de los militares aliados. Todos los jerarcas del III Reich, excepto cuatro, fueron conducidos al antiguo Hotel Palace, en Monford-les-Bains, un pequeño balneario del Gran Ducado de Luxemburgo.
Los cuatro grandes ausentes
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Los cuatro ausentes eran las piezas más codiciadas, y tal vez por ello habían decidido quitarse de en medio por un lógico temor a caer en manos del Ejército Rojo: Hitler y su ministro de Propaganda Goebbels se habían suicidado en el búnker asediado de Berlín; Himmler –jefe de las SS y de la GESTAPO-, aunque fue detenido, también se había quitado la vida poco antes de iniciarse el proceso; y Martin Bormann, tal vez el lugarteniente más próximo a Hitler, había conseguido huir o también había muerto, aunque no se halló su cuerpo –desapareció la noche del 1 al 2 de mayo de 1945-, hasta décadas después.
Ya en los primeros años de la guerra, y a medida que se iban conociendo las atrocidades de los ejércitos invasores alemanes, sobre todo en Europa oriental, los aliados habían empezado a tomar en serio la posibilidad de “castigar a los criminales” al finalizar la contienda.
Así, en octubre de 1943 Churchill, Roosevelt y Stalin firmaron la “Declaración de Moscú”, donde quedaron asentados los cimientos para la creación de un futuro Tribunal.
En esta última Declaración, se acuerda que cuando llegue el momento de firmar un armisticio con el gobierno alemán, cualquiera que este sea, “los oficiales y soldados alemanes y los miembros del Partido nazi que sean responsables, o que hayan consentido atrocidades, masacres y ejecuciones serán reenviados a los países donde hayan cometido sus abominables crímenes para ser juzgados y castigados allí, conforme a las leyes de estos países liberados y de los gobiernos libres que se hayan formado”.
En cambio, “los criminales capitales”, cuyos actos no estaban vinculados a ningún territorio geográfico determinado, “debían esperar el fallo conjunto de los gobiernos aliados”.
En la Conferencia de Teherán de noviembre de 1943, Stalin se inclinó por una justicia “lo más expeditiva posible”; después de conocer las inauditas atrocidades que habían cometido los alemanes en territorio ruso, no resultaba demasiado descabellado el anhelo del dictador.
En cambio, los norteamericanos preferían un proceso público, con luz y taquígrafos.
La segunda opción triunfó sobre la primera, y los Aliados firmaron en la Conferencia de Yalta y, poco después en Postdam –mientras Estados Unidos lanzaba la primera bomba atómica de la Historia sobre la población de Hiroshima, Japón- el Estatuto del Tribunal Internacional.
En el Estatuto –cuya paternidad hay que atribuir en un altísimo porcentaje al juez del Tribunal Supremo de los Estados Unidos Robert H. Jackson- se tipificaban los cargos por los que iban a ser juzgados los jerarcas nazis que quedaban vivos y habían sido detenidos: crímenes contra la paz, crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
El pacto Briand-Kellogg
El Tribunal Militar Internacional tenía multitud de problemas legales que resolver ya desde su planteamiento inicial.
Sin antecedentes jurídicos que legitimasen los nuevos delitos creados tras la guerra, el juez Jackson recurrió a cierta tradición internacional basada en algunos acuerdos, sobre todo la invocación al pacto Briand-Kellogg, de 1928 y firmado por Alemania entre otros países, que ilegalizaba la guerra cuando su finalidad era únicamente de agresión.
También había un precedente, nada más acabada la Gran Guerra, en la condena al káiser Guillermo por el “delito supremo contra la moral internacional y la autoridad sagrada de los tratados”.
Así, el Estatuto del Tribunal afirmaba que “los crímenes contra el derecho internacional se realizan por personas, no por instituciones abstractas”.
Sin embargo, había evidentes errores tanto de carácter material como de carácter formal.
Básicamente, se sometía a juicio a unos individuos por conductas no tipificadas, con lo cual saltaban por los aires los principios de legalidad y de irretroactividad de las infracciones penales.
Así, quedaba conculcada la garantía del derecho positivo “nullum crimen, nulla poena sine praevia lege”. Sin una ley previa, no hay ni pena ni delito.
En definitiva, y expresado de una forma muy coloquial, se debió de llegar a la siguiente conclusión:
“Algo hay que hacer con esta gentuza, ¿no?. Pues hagámoslo. No vamos a ejecutarlos por un procedimiento sumarísimo, no estaría bien usar sus mismos métodos; que sus condenas sean lo más legales dentro de lo posible”.
La sede permanente del Tribunal también fue motivo de controversias. Londres, Berlín, París… Sin embargo, cuando se propuso la ciudad de Núremberg, todo el mundo pareció estar de acuerdo.
Por un lado, poseía un inmenso Palacio de Justicia con una prisión anexa que había permanecido casi intacto tras largos años de bombardeos. Por otro, y motivo principal, porque Núremberg encarnaba el alma del nacionalsocialismo.
Núremberg era la ciudad donde se habían proclamado en 1935 la Ley para la Protección de la Sangre Alemana y la Ley de la Ciudadanía del Reich, mediante las cuales, por poner sólo dos ejemplos, se prohibían los matrimonios entre arios y judíos y estos últimos perdían la nacionalidad alemana.
Sede de la parafernalia nazi
También había sido Nuremberg la ciudad de los Congresos anuales del NSDAP, con toda su parafernalia visual y paramilitar y sus incendiarios discursos inmortalizados por Leni Riefensthal en El triunfo de la voluntad.
Así pues, no parecía mala la idea de establecer la sede del Tribunal Militar que iba a condenar a los más altos jerarcas del nazismo en la misma ciudad que les había visto pavonearse y exhibirse, y desafiar al mundo con la mayor de las desvergüenzas.
La ciudad que les había visto tocar el cielo les vería morder el polvo.
El Tribunal Militar Internacional estaba formado por cuatro jueces y cuatro fiscales, cada uno de ellos con la nacionalidad de una de las cuatro potencias aliadas, con sus respectivos sustitutos.
Los acusados tuvieron el derecho de elegir abogado sobre una lista que se había purgado de letrados nazis. La lista definitiva de acusados era de 24, pero tres de ellos no comparecieron finalmente ante el Tribunal: Robert Ley, el dirigente del Frente del Trabajo, se suicidó justo antes de iniciarse la vista; el industrial Gustav Krupp no lo hizo por razones de salud dada su avanzada edad y Martin Bormann fue juzgado en rebeldía.
A las diez de la mañana del 20 de noviembre de 1945 los 21 acusados de cometer crímenes de guerra, crímenes contra la paz o crímenes contra la humanidad, se sentaron en dos largos bancos corridos con un pequeño pasillo en el centro.
Siguiendo cierto orden jerárquico, Hermann Goering era el primero de ellos; a su lado, Rudolf Hess, Joachim von Ribbentrop, Wilhelm Frick, etc. Ante ellos, sus abogados trabajaban sentados a unas mesas con sillas individuales.
Uniformes y banderas
Todos los acusados vestían de civil, con trajes oscuros y corbata, excepto Goering, Keitel y Jodl, que llevaban uniforme, aunque sin distintivo de ninguna clase ni tampoco condecoraciones.
Frente a los acusados, en un estrado en alto se sentaban los jueces, y tras ellos, las banderas de los cuatro países que habían vencido en la guerra: la Unión Soviética, el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos de América.
La mayoría de los acusados se declaró “no culpable”, según la fórmula anglosajona.
Diez meses y diez días
El proceso fue largo, dilatado y, en ocasiones, tedioso. Hasta que se leyó la sentencia el día 1 de octubre de 1946, habían pasado diez meses y diez días.
Fueron celebradas 403 sesiones públicas, se oyó a más de 200 testigos citados por la acusación y a 61 citados por la defensa.
Se presentaron más de 300 mil declaraciones juradas por escrito. Las pruebas inculpatorias contra las organizaciones nazis –Partido Nacionalsocialista, S.S., S.D. y GESTAPO- sumaban varios centenares de miles.
A lo largo del Proceso se fueron desgranando meticulosa, concienzudamente, los últimos doce años de la historia europea, desde que Hitler y los suyos se hicieron con el poder en 1933 hasta la capitulación de Alemania en 1945.
A través de las declaraciones de los acusados y de los testigos se reconstruyó la etapa más negra que ha vivido la Humanidad desde que se tiene memoria.
Se repasaron sucesos previos a la guerra como el incendio del Reichstag en febrero de 1933 o la Noche de Cristal en noviembre de 1938.
Se habló de la anexión de Austria, de los Sudetes, de Checoslovaquia entera; la invasión de Polonia y las atrocidades cometidas contra la población judía en el guetto de Varsovia.
Se habló de la Operación Barbarroja y la invasión de la Unión Soviética rompiendo el Pacto Germano-Soviético de 1939; las técnicas de despoblación, las ejecuciones masivas, las aberrantes prácticas médicas con enfermos y deficientes mentales y, sobre todo, la creación y puesta en práctica de los campos de concentración y de exterminio.
La proyección de diapositivas y películas y, sobre todo, los testimonios de algunas víctimas fueron especialmente emocionantes.
Uno de los objetivos del Tribunal era la divulgación de los crímenes más horrendos que han visto los siglos; sin duda, este objetivo se consiguió. La segunda parte, esto es, “para que no vuelvan a repetirse”, quedó pronto obsoleta.
En sus conclusiones, el fiscal británico Sir Hartley Shawcross, resumía de forma bien clara la filosofía del Tribunal:
“La suerte de estos acusados representa muy poca cosa: su poder personal para hacer daño ha sido destruido para siempre. Pero de su destino dependen todavía consecuencias muy graves. Este proceso ha de convertirse en un mojón en la historia de la civilización, no solamente condenando a los culpables, sino también como exponente de que el bien siempre triunfará sobre el mal y también porque el hombre sencillo en este mundo está firmemente decidido a colocar al individuo por encima del Estado”.
El 1 de agosto de 1946, los acusados tuvieron la ocasión de defenderse por última vez.
Se defendían culpando a Hitler
En general, sus alegatos son una acumulación vergonzosa de frases exculpatorias, haciendo a Adolf Hitler único responsable de todas las violaciones de tratados internacionales, crímenes de guerra, asesinatos masivos de civiles indefensos en la retaguardia y existencia de un programa de exterminio masivo de judíos.
Tres quedaron absueltos
Los veredictos de culpabilidad o no culpabilidad fueron leídos en la mañana del 1º de octubre de 1946. En ellos se fallaron tres absoluciones: el antiguo ministro de economía Hjalmar Schacht, el antiguo canciller alemán y posterior embajador de Hitler Franz von Papen y el gran controlador de los medios de comunicación alemanes bajo las órdenes de Goebbels, Hans Fritzsche.
Los otros 18 habían sido declarados culpables de alguna de las tres acusaciones o de todas ellas. Por la tarde se realizó la lectura del fallo del Tribunal.
Siempre se ha especulado con la posibilidad de que hubiese ciertos trueques de condenas a petición de los diferentes gobiernos aliados.
Así parece ser que los soviéticos pusieron especial hincapié en la condena a muerte de Julius Streicher y que los occidentales deseaban que tanto Albert Speer –arquitecto del nazismo, mano que trazaba los planes urbanísticos de Adolf Hitler y posteriormente ministro de armamento- como Rudolf Hess no fuesen condenados a la pena capital.
Los condenados a morir en la horca fueron:
-Hermann Goering, fundador de la GESTAPO, se suicidó ingiriendo una cápsula de cianuro y evitó así ser ejecutado por sus enemigos.
-Julios Streicher.
-Wihelm Frick –ministro del Interior en 1933 y feroz protector de Bohemia-Moravia-.
-Joachim von Ribbentrop –ministro de Asuntos Exteriores y firmante del pacto germano-soviético-.
-Ernst Kalten-brunner –jefe de Policía de Viena y sucesor de Heydrich tras la muerte de éste-.
-Fritz Sauckel –organizador de deportaciones masivas de trabajadores de los países ocupados por Alemania-.
-Wilhelm Keitel –comandante supremo de la Wehrmacht desde 1938 y partícipe en las masacres contra judíos y rusos durante la guerra-.
-Alfred Jodl –adjunto de Keitel y firmante de innumerables condenas de muerte-.
-Arthur Seyss-Inquart –gobernador general de Cracovia y comisario del Reich para los Países Bajos desde 1940-.
-Martin Bormann –en rebeldía-.
-Hans Frank –gobernador general de Polonia-.
-Alfred Rosenberg, autor de libelos antisemitas seudocientíficos y ministro de los Territorios del Este desde 1941.
Cadena perpetua
Rudolf Hess –prisionero en Spandau, se suicidó en 1987-, Walter Funk –presidente del Reichsbank, puesto en libertad en 1957- y Erich Raeder –comandante en jefe de la Armada, puesto en libertad en 1955- fueron condenados a cadena perpetua.
El resto de los acusados, fueron condenados a penas que oscilaban de los 10 años a Kart Dönitz –sucesor de Hitler el 30 de abril de 1945-, a los 15 años al barón Konstatin von Neurath –ministro de Asuntos Exteriores durante la remilitarización de Renania y la anexión de Austria, puesto en libertad en 1954-, a los 20 años a Albert Speer y a Baldur von Schirach –Gauleiter de Viena en 1940 y autor de deportaciones masivas de judíos.
Así las cosas, la noche del 15 al 16 de octubre se ejecutaron las sentencias de muerte en el viejo gimnasio de la cárcel anexa al Palacio de Justicia de Núremberg.
El verdugo era el sargento mayor John C. Woods, de San Antonio, Texas. La consigna es que se produjeran de la forma más apresurada posible. El primero fue von Ribbentrop; el último, Seyss-Inquart.
La sorpresa se produjo cuando fueron a buscar a Goering a su celda y lo encontraron muerto.
Las cenizas se lanzaron al río
Los cadáveres fueron llevados al crematorio de Munich y se incineraron. Las cenizas se arrojaron a las aguas del río Isar “para evitar que pudiera levantarse allí un monumento”.
Si antes y durante el Proceso de Núremberg se plantearon toda serie de objeciones legales a la esencia del Tribunal Militar Internacional, todos los especialistas tienen claro que constituye un valiosísimo precedente jurídico para la posteridad.
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